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canadá
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cómo crear una emergencia climática permanente

La ola de calor de Canadá ha superado las previsiones en cinco desviaciones típicas. Sin cambio climático sería un acontecimiento que se produciría cada cinco mil años. Es decir, una sola vez desde la época del antiguo Egipto

Ola de calor Canada
Las llamas arrasan una edificación en una calle en Lytton (Canadá).2 RIVERS REMIX SOCIETY (Reuters)

La expresión que utilizó el gobernador del Estado de Washington, Jay Inslee, fue “emergencia permanente”. Lo dijo antes de que el pueblo canadiense de Lytton —que, el día anterior, había sufrido la temperatura más alta jamás registrada en el país— ardiera hasta los cimientos en solo 15 minutos desde que empezó a verse el humo. Lo dijo antes de que los incendios forestales que están arrasando la Columbia Británica crearan unas tormentas de pirocúmulos que, a su vez, produjeron rayos que volvieron a iluminar el paisaje con incendios: según un cálculo, cayeron 3.800 rayos. La cifra total en el oeste del continente norteamericano fue de 700.000.

En Portland, Oregón, donde las temperaturas alcanzaron los 46,5 grados Celsius, con tres días sucesivos de récord, y los cables eléctricos se derritieron por el calor, la columna de humo procedente del incendio denominado de Lava, en el norte de California, se asentó sobre el centro de la ciudad el martes. La región, encerrada en una “cúpula de calor” —como repiten los meteorólogos—, estaba empezando a llenarse rápidamente de humo de los incendios forestales. En plena ola de calor, en la Columbia Británica ha habido al menos 486 “muertes súbitas”, una cifra que seguramente se multiplicará, puesto que los fallecimientos por calor no suelen ser tan evidentes como para poder identificarlos de inmediato y conviene esperar al análisis estadístico. En Portland se ha registrado un mínimo de 63 muertos y en Seattle, donde menos de la mitad de las viviendas disponen de aire acondicionado, las temperaturas extremas han obligado ya a hospitalizar a más de mil personas. Los únicos contentos son los hoteleros locales: por primera vez desde que comenzó la pandemia, tienen los establecimientos llenos de gente que huye de sus hogares en busca de aire acondicionado. “Ha sido una bendición”, declaró uno de ellos.

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En el Estado de Washington, el asfalto de las carreteras se derrite y los trabajadores del campo, de 12 a 70 años, están comenzando sus jornadas en la recolección de cerezas y arándanos a las cuatro de la mañana, antes de que la fruta quede agostada por el calor. En Sacramento (California), los residentes se quejan de que el agua de grifo sabe a tierra, debido a la sequía que está sufriendo todo el oeste del país y que es probablemente la peor desde hace miles de años; les han dicho que “añadan limón” para darle gusto. En Santa Barbara se recomienda a la gente que se prepare sus propias “habitaciones de aire limpio”, ante el apogeo de la temporada de incendios, que está produciéndose meses antes de su momento habitual, en otoño.

Según un cálculo, la ola de calor ha superado las previsiones en cinco desviaciones típicas, lo que quiere decir que, si no hubiera cambio climático, sería un acontecimiento que se produciría cada cinco mil años. Es decir, una sola vez desde la época del antiguo Egipto.

Ese es el acontecimiento que estamos experimentando este año. En la Columbia Británica ha hecho tanto calor como en el Valle de la Muerte de California. Que por algo tiene ese nombre.

“Se hablará de esto durante siglos”, predice el meteorólogo Scott Duncan. ¿Seguro?

Incendio en la Columbia Británica, este viernes.
Incendio en la Columbia Británica, este viernes.- (AFP)

Las profecías, muchas veces, se hacen realidad de forma anticlimática, porque las predicciones preparan el terreno demasiado bien y sirven tanto para aculturar como para alarmar, al introducir y luego normalizar la posibilidad de acontecimientos que habrían parecido, no hace mucho, impensables. La capacidad de adaptación es una virtud, o al menos una herramienta, en una época de cambios medioambientales constantes como la que estamos iniciando ahora. Y también es un analgésico o una forma de demencia climática.

La semana pasada, pocos meses antes de la conferencia sobre el clima COP26 que se celebrará en Glasgow en otoño, se filtró a la prensa un borrador del próximo informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés), que hace un breve sumario el estado de los conocimientos científicos sobre el cambio climático para uso de las autoridades políticas. “El cambio climático va a transformar radicalmente la vida en la Tierra en los próximos decenios, aunque los humanos puedan controlar las emisiones de gases de efecto invernadero”, fue el resumen de la agencia France Presse, destinataria de la filtración. “La extinción de especies, la generalización de enfermedades, el calor insoportable, la destrucción de ecosistemas, ciudades amenazadas por la subida de los mares; estos y otros efectos devastadores se están acelerando y serán penosamente visibles antes de que un niño nacido hoy cumpla 30 años”.

El mensaje es francamente estremecedor. Y, sin embargo, más allá del reducto de los expertos en el clima, casi no ha llamado la atención, lo que tal vez sea síntoma de que, si bien el alarmismo de los últimos años ha conseguido que se tomen medidas reales sobre el clima, también nos ha acostumbrado tanto a las predicciones apocalípticas que las nuevas pasan inadvertidas y las viejas, cuando se hacen realidad, no retienen nuestra atención más que un instante, antes de que el mundo vuelva a caer en la insensibilidad complaciente y una tolerancia creciente a los sufrimientos causados por el calentamiento. “La vida en la Tierra podrá recuperarse de un cambio climático drástico mediante la evolución hacia nuevas especies y la creación de nuevos ecosistemas”, concluye el borrador. “Los seres humanos no podrán”.

Esta última parte con toda probabilidad no es cierta, al menos dentro del rango de temperaturas que prevén para este siglo incluso las Casandras más agoreras; claro que puede haber sorpresas incluso aunque reduzcamos drásticamente las emisiones de carbono. También es especialmente llamativa como declaración de fatalismo climático, porque se espera que el próximo informe del IPCC dedique una atención considerable no solo a la ciencia del calentamiento y el proyecto de descarbonización, sino a la necesidad urgente de adaptación al clima.

Esa palabra, “adaptación” ha sido muy denostada desde hace décadas por los ecologistas porque la consideran una excusa para retrasar la descarbonización, que siempre ha parecido lo más urgente. Pero la acción contra el cambio climático ya no basta por sí sola; no puede bastar, ni siquiera en la situación en que nos encontramos actualmente. Por ejemplo, es casi inevitable que, por muchas medidas que se tomen, los incendios en el oeste de Estados Unidos se multipliquen por seis. En España, donde el aumento de las temperaturas ya ha sido superior a la media mundial y las sequías tienen todas las probabilidades de ser más intensas que en el resto de los países europeos, el clima acabará siendo más parecido al del norte de África que al del sur de Europa.

Ya hace años que los titulares sensacionalistas utilizan estos desastres debidos al calentamiento para proclamar que ha llegado la era del cambio climático. Este año parece que puede haber una expresión nueva: la era de la adaptación, lo que el investigador sobre el clima y la energía Juan Moreno Cruz ha llamado “realismo climático”. Quizá el gran despertar del calentamiento ya ha ocurrido, o bien ocurre y se olvida una y otra vez, entre otras razones para que podamos seguir creyendo que estamos en el umbral del sufrimiento climático y no que ya lo hemos traspasado. Sin embargo, todavía no ha llegado el gran despertar de la adaptación. O tal vez esté comenzando la “emergencia permanente”.

David Wallace-Wells es un periodista estadounidense especializado en cambio climático, autor de El planeta inhóspito (Debate).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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