La morena, su leyenda, sus zarcillos y su dentista
Plinio el Viejo nos cuenta casos de cómo la morena era considerada como un animal de compañía en la Antigua Roma
En la isla de Capri, cuyos paisajes fueron aprovechados para el disfrute de los emperadores de la Antigua Roma, aún se pueden ver piscinas de la época, de cuando Tiberio y su sobrino Calígula se divertían tirando a los esclavos para que sirvieran de carnada a las morenas.
Hay leyendas para todos los gustos según el grado de crueldad que se soporte. Lo de estar condenado a las morenas era algo más que una frase hecha, era una realidad por la cual podías acabar desgarrado, culpa de la presión que ejercen las mandíbulas de este pez con aspecto de serpiente marina que provoca una mordida intensa, semejante a la de un perro. Ya puestos, conviene apuntar que la morena es un pez que cuida su higiene bucal. Para ello se sirve de gambas y camarones que se alimentan de los residuos que quedan entre sus dientes. Es por eso que nunca se los comen, de la misma manera que nosotros tampoco nos comemos el cepillo de dientes. Por favor.
Con todo, volviendo a la época romana, había quien convertía a la morena en mascota y la trataba como animal de compañía. Esto lo cuenta Plinio el Viejo en su Historia Natural, cuando nos habla del cónsul Hortensio, famoso por su oratoria y su voz melodiosa, que tuvo una piscina con una morena a la que cogió tanto cariño que, cuando se le murió, acabó hundido en una depresión. Por si fuera poco, Antonia, la mujer de Claudio Druso Nerón, hermano de Tiberio, le puso zarcillos a otra morena con la que estaba encaprichada.
La relación del ser humano con esta serpiente marina de fealdad extrema y dientes en la garganta tiene su presente en las islas Canarias, donde la tradición obliga a pescarla con una canción ritual cuya letra imperativa ha de ir acompañada de silbidos. “Come morena, come”, canturrean los pescadores canarios mientras arrojan el cebo prendido al extremo de una caña por cuyo interior pasa un alambre.
Bien mirado, la pesca de la morena no resulta sencilla, pues se realiza con movimientos circulares de la caña entre las rocas, provocando que el pez salga de su guarida llevado por el olfato. Cuando ha mordido la carnada, el animal atraviesa el nudo corredizo que lleva el alambre y del que el pescador tira para estrangularlo. Los viejos pescadores de las islas Canarias saben que lo que verdaderamente hace salir de su escondrijo a la morena no es la canción ni los silbidos, sino el cebo; lo que sucede es que la mentira requiere imaginación cuando se trata de creerse a sí misma, al contrario de la verdad que requiere rigor, y con esa rara mezcla de rigor y engaño hay que apuntar que las morenas no son tan fieras como las pintan, pues solo atacan al ser humano cuando se sienten amenazadas.
La leyenda de la Antigua Roma se debía a que las morenas que los emperadores tenían en sus piscinas estaban hambrientas. Por eso mismo los esclavos eran recibidos a dentelladas. Y lo de convertirlas en animales domésticos se debía a que, al carecer de escamas, las morenas suelen ser presa de parásitos. Por tal razón, las morenas buscan las caricias, no ya porque sean mimosas, sino por aliviarse el picor. Lo que sucede es que la imaginación siempre es más grande que la realidad entera.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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