La vejez perpetua
La cirugía estética surgió como una rama de la cirugía plástica tras el periodo de paz que vino después de la I Guerra Mundial
Parafraseando al psiquiatra suizo Carl Jung, vivimos el momento adecuado para una metamorfosis de los dioses; asunto de vital importancia para nuestra civilización, siempre y cuando no acabemos destruidos por el poder de nuestra propia ciencia.
La advertencia de Jung bien podría haber hecho referencia a la diosa Eos que, enamorada de un mortal como lo era Titono, pidió a Zeus que convirtiera a su amado en inmortal. Y así hizo Zeus, concediendo a Eos su deseo y condenando a Titono a la vejez eterna. Porque, en vez de la vida eterna, la diosa enamorada tuvo que haber pedido a Zeus la juventud eterna de su amado. Pero no reparó en detalles, y el pellejo de Titono se fue arrugando con el paso del tiempo, a la vez que su estatura menguaba ante la gravedad de los años.
Con este relato, el mito de la inmortalidad daría paso al mito de la eterna juventud; un mito que algunas personas pretenden alcanzar a base de arreglos cosméticos. La cirugía estética es el ejemplo de disciplina quirúrgica aplicada al mito y, con ello, la obsesión de aparentar menos edad de la que se tiene.
Surgió como una rama de la cirugía plástica tras el periodo de paz que vino después de la I Guerra Mundial, cuando la reconstrucción facial de los heridos era asunto primordial. Es la época en la que surgen los grandes cirujanos como Harold Gillies, considerado como padre de la cirugía plástica, cuya labor en la reconstrucción facial de heridos durante la Gran Guerra fue meritoria. Su fama se extendería a través del tiempo. A mediados de los años 40 fue pionero en la utilización de la cirugía aplicada al cambio de sexo.
La cirugía estética surgió como una rama de la plástica tras el periodo de paz que vino después de la I Guerra Mundial, cuando la reconstrucción facial de los heridos era asunto primordial
Junto al nombre de Harold Gilles también hay que destacar el de Suzanne Nöel, una mujer francesa que realizó cirugías faciales a soldados heridos durante la Gran Guerra, especializándose en disimular cicatrices. Contemporáneo suyo fue el francés Hippolyte Morestin, profesor adjunto de anatomía en la Universidad de París al que también debemos la posición quirúrgica o maniobra postural que lleva su nombre, y que consiste en colocar al paciente sobre la cama en posición decúbito supino y con la cabeza más alta que los pies.
Pero volvamos a la cirugía estética; volvamos al mito de la eterna juventud convertido en ficción de la mano de uno de los directores de cine más ingeniosos de la historia. Nos referimos a Billy Wilder y a su película Fedora, una cinta donde nos presenta las relaciones falsificadas entre una madre egoísta y una hija obediente. La madre es una vieja gloria de Hollywood que se resiste a envejecer. Para ello contrata los servicios de un cirujano que la mantiene sin arrugas, hasta que un mal día la negligencia deforma su rostro. Pero el egoísmo de la actriz no tiene límites y absorbe la juventud de su hija en su propio beneficio.
Una historia crepuscular donde William Holden es testigo de la revelación de un mito que forma parte de nuestro inconsciente colectivo; un relato racional construido con símbolos y que se sirve de la ciencia para su afirmación, sin tomar en cuenta la advertencia de Jung cuando explicó que el mismo poder de la ciencia puede destruir más que reparar.
Cuando las arrugas se identifican con enfermedad y recurrimos a los dioses -o al cirujano- para paliar sus efectos, podemos terminar como aquel joven de belleza deslumbrante que enamoró a la diosa de la aurora y que, al final, por culpa del egoísmo de ella, acabó condenado a la ruina perpetua.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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