Nos están tomando el pelo
Ante la pregunta de qué nos quiere decir ‘Clara y confusa’ de Cynthia Rimsky, estamos situados ante esa delgada línea que separa una broma ligera de una reflexión profunda sobre algunos temas importantes de la sociedad contemporánea
En noviembre de 2024, la casa de subastas Sotheby’s de Nueva York vendió Comedian, del artista italiano Maurizio Cattelan, por 6,2 millones de dólares. La obra es sencilla, minimalista, algunos dirán conceptual: consiste en un plátano pegado a una pared blanca con una gruesa cinta adhesiva gris. No es la primera vez que esta creación despierta polémicas alrededor del mundo del arte; en 2019, expuesta en Miami, uno de los asistentes —también artista— despegó el plátano y se lo comió. Como es de esperar, el trabajo de Cattelan ha suscitado reacciones muy diversas, y las discusiones sobre qué es el arte, cuál es su relación con la belleza o qué factores otorgan auténtico valor artístico a una obra determinada encuentran en Comedian un terreno fecundo. Estas querellas, sin embargo, pueden ser infinitas, y se remontan al menos al célebre urinario con que Marcel Duchamp remeció el arte europeo a comienzos del siglo XX.
Algo de eso está presente en la última novela de la escritora chilena Cynthia Rimsky, Clara y confusa (Anagrama, 2024). Esto no solo por su protagonista, Clara, una artista conceptual algo despistada y que parece vivir en una dimensión distinta al pueblo de provincias en el que tiene lugar la acción, sino sobre todo porque, al igual que los espectadores de las obras de Cattelan, el lector puede quedar consternado ante una obra llena de absurdos y sinsentidos. Estos, a su vez, bien pueden atribuirse a la genialidad reflexiva de una novela notable o, quizás, a una tomadura de pelo que no sabemos a dónde nos quiere llevar.
La obra se divide en tres partes, Cinco años, Cinco días y Cinco horas, y está relatada desde la perspectiva de Salvador, un plomero —así, con el término argentino, no con nuestro criollo anglicismo de gásfiter— experto en fugas de agua que conoce a la artista en Vallesta, un pequeño pueblo de provincias con aire pampeano donde no sucede demasiado. La relación sentimental comienza con intensidad luego de que Salvador evitara que Clara tuviera un accidente automovilístico. Con el paso del tiempo, sin embargo, ella va introduciendo restricciones a su relación, con lo cual poco a poco circunscribe los encuentros entre ambos y arrincona a un enamorado Salvador sin dar muchas razones.
La disímil pareja nos muestra las interacciones de dos mundos lejanos entre sí, cuya relación no deja de ser curiosa e improbable. Por un lado, Salvador pertenece al gremio de los plomeros de Vallesta, una asociación que vive de las glorias pasadas en un edificio majestuoso, pero siempre vacío. Esto hace sospechar al narrador acerca de la corrupción de la organización, asunto que a ninguno de sus colegas parece quitarle el sueño. El elenco de contertulios de Salvador es, en el mejor sentido de la palabra, la representación de la medianía provinciana, donde la vida pasa en calma y todo se va en comentar las actualidades de vecinos y conocidos. Ese ambiente, cuyas jerarquías de tercer orden y pequeñísimas parcelas de poder son cuidadas con celo, está dibujado con humor por Rimsky, que se complace en una observación aguda de los diversos tipos humanos y sus míseras peripecias. Por otro lado, Clara se dedica en cuerpo y alma al arte, a pesar de la incomprensión de un público que no asiste a sus exposiciones ni se interesa por su trayectoria. Y si Salvador se esfuerza en dotar de sentido las obras en las que ella trabaja, Clara se resiste y las saca de circulación, como si toda su creación debiese tener un aura incomprensible y enigmática.
Uno de los personajes relevantes de la segunda mitad del libro es Renata Walas, una poderosa crítica de arte que nunca ha valorado a Clara. Su encuentro azaroso con Salvador hace que este busque intervenir en favor de su pareja, para que así se reconozca su lugar en la escena artística. La actitud despectiva con la que Walas observa el mundo contrasta con su opinión sobre el arte popular: “A mí me interesan especialmente estas escenas populares, de hecho estoy asesorando al Ministerio de Cultura para rescatar el arte popular del lugar subordinado al que lo tiene relegado el Arte”. Sin embargo, esta crítica altiva y malévola es capaz de sembrar en Salvador dudas radicales con respecto a las creaciones de Clara: “¿Y si el arte sí se entiende y sus obras no? ¿Y si Clara no es lo suficientemente…? ¿Y si su obra es del montón? (…) Nadie puede saber mis dudas, nunca, nadie”. Todo esto sucede con una distancia irónica que, a medida que avanza la trama, entra de lleno en la parodia.
El último tercio de la obra nos relata la fiesta del pastelito criollo de Parera, el pueblo vecino, una celebración que no solo convoca a los lugareños, sino que atrae a miles de turistas de todo el país. El desfile de las multitudes por esta fiesta provinciana y precaria desata de lleno el absurdo, el sinsentido y el humor. Nada aquí tiene demasiada coherencia: ni el motivo ramplón de la fiesta tradicional; ni la presencia de Clara, la arista conceptual, en medio de las artesanas que revenden productos comprados al por mayor; ni el desfile del gremio de plomeros, representantes decadentes de un oficio ya sin gloria. Todo termina con una pantomima donde lo masivo de la fiesta popular se encuentra con el arte contemporáneo, resarciendo a la protagonista de la novela de su lugar secundario.
Ante la pregunta de qué nos quiere decir Clara y confusa, estamos situados ante esa delgada línea que separa una broma ligera de una reflexión profunda sobre algunos temas importantes de la sociedad contemporánea. Reconocida con el Premio Herralde y situada con ello en la prestigiosa estela de Bolaño, pareciera que esta novela se inclina por esta segunda opción, aunque nunca puede descartarse del todo que con la historia de Clara y Salvador nos estén, simplemente, tomando el pelo.
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