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Tecnología
Tribuna
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La revolución digital: calderos de bronce y sirvientas de oro

El papel de las humanidades es fundamental, pues a través de ellas incorporamos la reflexión y la palabra, los componentes con que barnizamos nuestra convivencia y evitamos ser esclavos del deseo, la animalidad y la violencia

avances tecnologicos
Malte Mueller (Getty Images/fStop)

La fascinación por la tecnología no es una novedad en la historia de la humanidad, ni tampoco una obsesión exclusiva de ella. Los mismos dioses también sucumbieron a la tentación. Hefesto, hijo de Zeus y de Hera, quedó cojo al ser lanzado cuando era niño desde lo alto del Olimpo. Fruto de su discapacidad, se afanó en crear los más curiosos ingenios mecánicos con la finalidad de facilitarse su día a día. Fruto de su obsesión, el dios de la forja inventó calderos de bronce que se movían solos y dos sirvientas de oro, “los más bellos autómatas animados” dotados de pshychè, o soplo de la vida. Las jóvenes doncellas, además de poseer fuerza física y voz, eran capaces de pensar por sí mismas, puesto que, al igual que los humanos, también disponían del nóos o inteligencia. Así Homero describía en La Ilíada a las primeras genoides o mujeres robot.

2.800 años después, el hechizo de la técnica está lejos de disiparse. La vorágine y el ímpetu con que ésta se ha desarrollado constituirá, lejos de toda duda, una marca indeleble de nuestro tiempo, al punto que célebres filósofos de la tecnología, como Éric Sadin, han señalado que la inteligencia artificial (IA) modificará la naturaleza del ser humano, por cuanto constituye una irrupción de tal magnitud, que incluso compartimentos que creíamos quedaban exentos de su influjo, tales como el pensamiento o las decisiones que tomamos, están viéndose moldeados por ella.

Sadin sostiene que herramientas como la IA vienen a inaugurar una nueva “dimensión cognitiva” en el humano, en función del cual las acciones que tomamos ya no están determinadas por procesos reflexivos, sino más bien por recomendaciones de algoritmos que nos orientan en base al manejo de información. Este vuelco, que inconscientemente podría asomar superfluo, constituye a ojos del autor francés una transformación antropológica profunda y un cambio de magnitud en la relación del ser humano con la tecnología y, sobre todo, con el mundo.

Asomados frente a la profundidad del desafío, corresponde discernir con rigurosidad qué caminos de acción adoptar. Lejos de propender a una narrativa catastrofista o negativa, es exigencia de nuestro momento histórico abocar tiempo y energías para elucidar el impacto y la forma en que estas nuevas dinámicas nos afectan (sea para bien o para mal). De allí la importancia que revisten espacios como el Congreso Futuro, suerte de plaza pública en donde la ciudadanía puede informarse y escuchar a quienes están realizando estos esfuerzos.

Pero la revolución digital también supone una oportunidad para revalorizar el rol que las humanidades pueden ejercer al respecto. Es en ellas, quizás como nunca, donde podemos encontrar refugio y certezas, verdaderas fuentes de sabiduría ante el esplendor enceguecedor que irradian las máquinas. El papel que están llamadas a desempeñar es fundamental, pues a través de ellas incorporamos la reflexión y la palabra, los componentes con que barnizamos nuestra convivencia y evitamos ser esclavos del deseo, la animalidad y la violencia.

Mal que mal, y pese a los múltiples beneficios que la técnica nos puede reportar, sea bienestar, menos sufrimiento físico, vidas más largas o incluso una imitación de nuestra inteligencia, queda aún una dimensión que escapa a ella: la comprensión de lo que somos, aquello que nos hace propiamente humanos y que permite que podamos cohabitar el mundo, bosquejar proyectos, tener capacidad de iniciativa y de construir un sentido para nuestras vidas. Lo propiamente humano, y frente a lo cual las humanidades han de servir como guardianes, es la individualidad de cada uno: ese carácter único que cada quien tiene, y que trae consigo la pluralidad básica de la coexistencia social.

La tentación por transformar la realidad e intentar sobreponernos a las limitaciones propias de nuestra condición guarda su propia destrucción. No vaya a pasarnos lo mismo que a Dédalo, quien víctima de su propio ingenio se quedó solo en cielo, mientras que su hijo Ícaro, seducido por alcanzar la gloria del sol, terminó volcando el sueño de su libertad en tragedia.

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