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Chile
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Chile ya no es lo que era

Resulta claro que la magnitud de la crisis que enfrentamos nos coloca en uno de esos periodos históricos en que la construcción de un nuevo orden es la única posibilidad de dar respuestas a las aspiraciones de las mayorías sociales

Un trabajador de la empresa chilena de acero Huachipato ondea una bandera frente al palacio presidencial La Moneda para protestar por el cierre inminente de la empresa, en Santiago, el martes 9 de abril de 2024.
Un trabajador de la empresa chilena de acero Huachipato ondea una bandera frente al palacio presidencial La Moneda para protestar por el cierre inminente de la empresa, en Santiago, el martes 9 de abril de 2024.Esteban Felix (AP)

“Chile ya no es lo que era”. Podemos escuchar esa frase en cualquier conversación cotidiana entre ciudadanos de a pie a lo largo y ancho del país. Un estado de ánimo de nostalgia y frustración impera en sectores amplios que sienten la amenaza de perder los logros que han alcanzado fruto de un significativo esfuerzo personal y familiar o que han visto truncadas sus legítimas aspiraciones de surgir porque no encuentran las oportunidades para hacerlo. No es algo que haya aparecido de la noche a la mañana, es cierto, pero los últimos cinco años han sido particularmente difíciles: un estallido social de dimensiones insospechadas, dos procesos constitucionales fallidos, una pandemia cuyas consecuencias psicosociales son todavía difíciles de estimar, un cuadro inflacionario inédito, el deterioro de la seguridad y una política que no logra ofrecer respuestas en materias urgentes, son elementos más que suficientes para cunda el desencanto y se agrave la sensación de estancamiento o de franca decadencia.

Aunque no son pocos los que intenten negarlo, sobre todo entre las filas de la derecha, resulta claro que la magnitud de la crisis que enfrentamos nos coloca en uno de esos periodos históricos en que la construcción de un nuevo orden es la única posibilidad de dar respuestas a las aspiraciones de las mayorías sociales, y que oponer resistencia al cambio es la mejor manera de ahondar la crisis. No es la primera vez que nuestro país atraviesa por un trance similar.

Las reacciones de la derecha chilena frente a la publicación del informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano titulado ¿Por qué nos cuesta cambiar? son un ejemplo particularmente elocuente de aquellos sectores que, luego de todo lo que ha pasado en el país, y ante un documento que ofrece una lectura del presente de la sociedad chilena coherente con diagnósticos que ya hace décadas circulan en el campo de las ciencias sociales, cierran filas en la defensa del statu quo, llegando al extremo de acusar al informe de programa político encubierto. No está muy lejos de aquella hipótesis de que el estallido social había sido orquestado desde Venezuela.

Por el lado de las izquierdas y el progresismo, por naturaleza proclives a la transformación, las dificultades, si bien son otras, también existen. Los anhelos de cambio de la sociedad chilena están acompañados del deseo de orden. La conjunción de orden y cambio exige la creación de propuestas complejas, que combinen protección, autoridad, libertad y autonomía individual. La ecuación no es ni simple ni evidente para las izquierdas. Una comprensión insuficiente de la importancia de estos componentes fue parte sustantiva de las causas que condujeron al rechazo de la propuesta emanada de la primera Convención. La propuesta constitucional no logró ofrecer un proyecto que concitara el entusiasmo y la confianza de las grandes mayorías del país que, al contrario, la sintieron como una amenaza peligrosa contra valores y deseos muy preciados: el sueño de la casa propia, la libertad de elegir, la identidad nacional, el orden público, la protección de los logros patrimoniales alcanzados. Y sin mayorías, es imposible sostener un proceso de cambios.

Lograr que esas grandes mayorías del país no miren con nostalgia el pasado, sino con esperanza el porvenir, debiera ser una tarea que convoque a todas las fuerzas políticas, pero, sobre todo, a las izquierdas y el progresismo, que a lo largo de nuestra historia republicana han sido las fuerzas que han logrado sacar al país de profundas y largas crisis, como aquella que en los años veinte marcó el inicio del fin de la república oligárquica y dio paso al proyecto desarrollista empujado por las clases populares y medias y los partidos que las representaban políticamente.

La crisis que enfrentamos hoy no es de menor calado que aquella. El agotamiento de ‘la república neoliberal’, que se expresa desde el estancamiento económico a la corrupción institucional que de forma tan desnuda hemos visto estas semanas, ofrece posibilidades para su superación. Por eso, mientras la derecha promete un camino seguro a la agudización de los problemas que aquejan al país –basta ver las trabas que han puesto a la tan esperada reforma de pensiones, la defensa al ineficiente sistema de isapres, la negativa a levantar el secreto bancario y una larga lista que culmina hoy en la incapacidad de condenar las tramas de corrupción y tráfico de influencias en las que se están involucrados emblemáticos militantes de sus filas–, la responsabilidad que cae sobre los hombros de quienes nos situamos en el campo de las izquierdas y el progresismo es enorme.

A nuestro favor, todavía hay un pueblo que anhela que las cosas cambien, pero que no está dispuesto a perder lo que ha ganado ni a dar un cheque en blanco. Tarea nuestra será acusar recibo y tener la firmeza y la flexibilidad suficiente para traducir esos anhelos en un proyecto que le devuelva a Chile la confianza en su futuro colectivo.


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