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MARY ROSE MC-GILL
Tribuna
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Mary Rose Mc-Gill: un estilo que termina

Se posicionó como una mujer cercana y preocupada de las artes y llenó un espacio vacío en el que se mezclaban el arte, el glamour y el poder social

Mary Rose Mc-Gill
Mary Rose Mc-Gill.CORTESÍA

Corrían los años 80. Los países del continente latinoamericano vivían realidades marcadas por sistemas políticos autoritarios, por la censura, por una escasa actividad cultural, por movimientos under vibrantes y por una falta de conexión con el mundo. No quedaba entonces más que volcarse a lo que el propio medio cultural–artístico y social podían ofrecer. La televisión colmó los espacios de entretención. Y el Teatro Municipal de Santiago fue el epicentro de las artes musicales en Chile. Con su historia, elegancia y una gestión estable de Andrés Rodríguez Pérez y su equipo, el foco de la actividad cultural de esos años se estableció en el edificio de las calles Agustinas y San Antonio, en el corazón de la comuna capital de Santiago. Sus temporadas artísticas se convirtieron en espacios para soñar y descubrir otros universos y estéticas y fueron creciendo hasta ser referencia y panorama obligado. Las funciones de conciertos, óperas y ballets estaban muchas veces agotadas y también se transmitían por televisión, con todo tipo de programas satélites alrededor, con despachos en directo incluidos. Algo impensado en los tiempos que corren. Como de otro mundo. Para sentir nostalgia.

La guinda de esa torta fue Mary Rose Mc-Gill. De padre escocés, nana inglesa y lujos desde su infancia, Mary Rose encarnó ese momento como nadie. Menuda de estatura, estrictamente rubia y de ojos turquesa, era elegante, tradicional y atrevida. Destacaba por la claridad de sus opiniones y su personal manera de hablar, donde los énfasis se situaban estratégicamente en las frases rápidas. Sin ser artista, amaba las luces y fue presidenta de los Amigos del Teatro Municipal por 12 años. Desde ese rol se posicionó como una mujer cercana y preocupada de las artes y llenó un espacio vacío en el que se mezclaban el arte, el glamour y el poder social.

Mediática, era figura infaltable de las leídas páginas sociales de los diarios y de las revistas de papel couché, como se las llamaba. De lunes a domingo se desplegaba en sendos reportajes a varias páginas, vestida en general con colores vivos y joyas llamativas. Sus respuestas ingeniosas, eran fuente de entretención y, a veces, de sorpresa. Mary Rose era auténtica. Cruzaba sin problema aquellos límites que, por la imagen construida o por la imagen retratada, la rodeaban.

Su habilidad era unir voluntades para sacar adelante proyectos variopintos y donde ella siempre tenía un rol central: desde apoyar la carrera de artistas emergentes –como lo fueron Verónica Villaroel y Cristina Gallardo Domas–, pasando por reunir fondos para un nuevo piano de concierto, un nuevo telón de terciopelo bordado para el escenario de la sala principal del Teatro Municipal de Santiago –y que existe hasta el día de hoy– hasta la organización de memorables fiestas en el Club Hípico de Santiago llamadas Sueño de una noche de Primavera, donde sucedía una especie de extravagancia europea, al mejor estilo Marqués de Cuevas en Biarritz, pero a la chilena: escenarios con diferentes intervenciones artísticas se mezclaban con bailes de salón y espacios donde cenar y socializar… El que no iba, estaba out. Se hablaba durante semanas de lo vivido y el éxito ya no pasaba sólo por la recaudación de fondos, sino por la estela de un verdadero hito inolvidable que borraba las culpas de haber vivido una noche diferente y excepcional.

Alejada de la Corporación Amigos del Teatro Municipal, asumió otras causas también importantes para ella, llevándolas adelante de buena manera: la Corporación Amigos del Arte y el Comité de Danza del Instituto Chileno Norteamericano de Cultura, entre otras.

Chile fue cambiando y su imagen, al igual que esos tiempos, quedó congelada en el momento de esos excesivos y complejos años 80′, de éxitos, glamour e influencia para ella. Se convirtió en una categoría en sí misma, en un prototipo de un mundo de ayer como titularía Stefan Zweig, que comenzó a diluirse con una especie de nostalgia y curiosidad por esos nuevos tiempos que se acercaban.

Quién sabe si las mejores cualidades de Mary Rose Mc-Gill hayan sido, junto con su reconocida y a veces anónima generosidad y ese humor tan personal que la caracterizaba, esa sobriedad muy británica, para sus relaciones sociales. Conocía el arte de guardar sus opiniones más complejas, de personas o situaciones, una habilidad difícil de cultivar en estos días. No buscaba la confrontación, ni el éxito fácil de la frase ingeniosa o del comentario hiriente. Conservaba la compostura y una cierta distancia hierática con el conflicto. No hablaba mal de nadie, o al menos no lo hacía abiertamente. Era casi como un ejercicio de sobriedad que contravenía su natural tendencia a estar bajo las luces como si de una artista se tratara. Esas luces que eran el recuerdo, probablemente, de ese mundo de fantasía que ella misma ayudó a construir.

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