El extraño voto obligatorio en Chile
El debate sobre la composición del demos es legítimo y necesario, solo debe considerar aspectos normativos y formularse seriamente la pregunta de por qué Chile forma parte de un excéntrico grupo de países en el que los extranjeros residentes pueden votar en todo tipo de elecciones
Desde hace un par de semanas, la política chilena se desgarra en torno al voto obligatorio, haciendo como si los chilenos entendiesen este debate de élite y de nicho. La pregunta por la comprensión de lo que se encuentra en juego en esta discusión legislativa es relevante: los congresistas involucrados, especialmente los senadores, rasgan vestiduras en nombre del pueblo y de la democracia sin detenerse en todas las dimensiones del problema, y tampoco sin explicarlas.
Convengamos que esta discusión adolece de un sesgo de origen: es totalmente inoportuna, ya que nos encontramos a un puñado de meses de realizarse cuatro elecciones locales simultáneas, mediante cuatro papeletas: gobernadores, alcaldes, consejeros regionales y concejales. La crítica al carácter inoportuno de esta discusión es pertinente: hay una larga doctrina electoral en la que se sugiere, con buenas razones, que es inconveniente legislar sobre las reglas del juego en un año electoral. ¿Cómo no ver que, cuando esto ocurre, irrumpe la sospecha y la desconfianza, mediante el uso desenfrenado de la calculadora para cifrar lo que unos y otros ganan y pierden?
Pero más allá de lo inoportuno, esta discusión es extraña, y a ratos tóxica, en al menos dos niveles.
En primer lugar, por la manera de cómo se gatilla. Es a propósito de la solicitud del Servicio Electoral (el órgano regulador de las elecciones en Chile) de realizar las próximas elecciones locales en dos días que, de modo intempestivo, el gobierno intervino en el debate legislativo en un punto especialmente neurálgico: el de las multas asociadas al voto obligatorio, dependiendo de si se era chileno o extranjero con avecindamiento de cinco años en Chile.
Esto que puede sonar muy técnico y legalista (es lo que se desprende de la distinción entre “ciudadanos” y “electores” que el ministro secretario general de la presidencia Álvaro Elizalde vino a recordar), se traduce en un segundo tipo de rareza: el componente normativo que se encuentra contenido en esta discusión legislativa.
Es este segundo aspecto, mucho más profundo que la simple discusión por las multas (la que se puede resolver rápidamente, fijando algún tipo de guarismo razonable), el que ha sido ocultado por el imperio del cálculo que domina la totalidad del comportamiento estratégico de los congresistas chilenos.
Tal como lo recuerda el cientista político David Altman, Chile es uno de los pocos países en el mundo que le conceden generosamente el derecho a voto a los extranjeros residentes en todos los niveles de elección, con total independencia de la nacionalidad. En efecto, es únicamente en Uruguay (desde 1934), Nueva Zelanda, Ecuador, Malawi… y Chile que los extranjeros (y no sólo los ciudadanos) pueden sufragar para elecciones presidenciales y parlamentarias, contradiciendo la norma comparada de entregar el derecho a voto a los extranjeros residentes (no todos los países europeos lo hacen) solo para elecciones locales.
De materializarse la postura del gobierno según la cual la obligatoriedad del voto vía multas es solo para los ciudadanos chilenos, la votación de los senadores opositores es sin salida: si se vota favorablemente, sólo los chilenos deberán obligatoriamente votar so pena de multas, y si se vota en contra, se desvanece la obligatoriedad del voto por el solo hecho de que no habría multa asociada a la abstención.
¿Por qué será que entregar el derecho a voto, con o sin sanción, a los extranjeros residentes para todo tipo de elecciones es un derecho excéntrico? Más allá de todo cálculo electoral, la generalizada resistencia a entregar el derecho a voto (voluntario u obligatorio, en este caso poco importa) a los extranjeros residentes se origina en una concepción de ciudadanía nacional que define al demos: en un referéndum de 2015 en Luxemburgo en el que se preguntaba por conceder el derecho a voto a los extranjeros residentes con más de diez años de residencia para elecciones nacionales, casi cuatro de cada cinco ciudadanos lo rechazaron.
En el caso chileno, se encuentra además involucrado un cálculo electoral que contamina la discusión, referido a la orientación ideológica del grupo inmigrante venezolano que crecientemente está cumpliendo con el requisito legal de avecindamiento de cinco años. Para las elecciones locales de octubre próximo, 170 mil venezolanos podrán sufragar, y superarán holgadamente los 200 mil para las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2025. ¿Es razonable entregarles, normativamente hablando, el derecho a sufragar en elecciones nacionales? ¿Es políticamente razonable conceder el poder de dirimir una elección presidencial eventualmente estrecha a un grupo inmigrante cuya orientación ideológica es masivamente hostil a cualquier tipo de izquierda (entendible por venir escapando de la dictadura de Nicolás Maduro)? Ya conocemos los efectos devastadores de este tipo de concesiones en Israel, con la llegada masiva de judíos rusos que subvirtieron duraderamente el sistema de partidos y la composición de la Knesset.
Si se quiere dar esta discusión en Chile, es esencial sustraerla de la coyuntura electoral. Lamentablemente, Chile aun no tiene un respiro electoral desde 2020: desde aquel entonces, los chilenos han tenido que votar a lo menos una vez al año, incluyendo tres plebiscitos.
El debate sobre la composición del demos es legítimo y necesario, solo debe considerar aspectos normativos y formularse seriamente la pregunta de por qué Chile forma parte de un excéntrico grupo de países en el que los extranjeros residentes pueden votar en todo tipo de elecciones, incluso en plebiscitos en los que se está dirimiendo, ni más ni menos, la aceptación o rechazo de una nueva Constitución.
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