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Contraloría
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Y qué pretende hacer como contralor?

El diseño institucional de la Contraloría chilena parece escapar a una regla organizacional básica de toda democracia constitucional: a mayores responsabilidades, mayores serán los controles

contraloría general de la república de Chile
Un hombre fotografía la sede de la Contraloría, en Santiago (Chile), en 2019.Esteban Felix (AP)

En los próximos días –o meses– debería conocerse el nombre de la persona nominada por el presidente Boric para encabezar la Contraloría General de la República por los próximos ocho años, posición que permanece vacante desde diciembre pasado. Esto abre una oportunidad única a los senadores responsables de visar esta nominación: encomendarle a quien sea finalmente designado emprender una profunda modernización de esta institución.

Aunque rara vez se repara en ello, la Contraloría representa un caso único en el mundo. Son contadas las instituciones equivalentes a nivel comparado que ejercen tantas y tan trascedentes responsabilidades en forma simultánea. Es cierto que excepcionalmente existen algunas que desempeñan tareas similares, como el Tribunal de Contas de Brasil, la Cour des Comptes de Francia o la Corte dei Conti de Italia. Pero en la mayoría de estos casos dichas funciones están más acotadas institucionalmente, se sujetan a mayores controles o quedan entregadas a liderazgos colegiados. Y aún a pesar de ello, muchas de ellas no están exentas de reproches. Por ejemplo, en Italia suele criticarse el control preventivo de legalidad que ejerce la Corte de Cuentas, por la coadministración que le entrega sobre el Ejecutivo. De igual manera, en Brasil suele recriminarse que las auditorías del Tribunal de Cuentas se han traducido en un apagón de bolígrafos entre los funcionarios públicos, al inhibirlos de tomar decisiones complejas o de emprender innovaciones administrativas por el temor a verse envueltos en tales auditorías.

Muchos de estos cuestionamientos son extrapolables a la Contraloría chilena, la que a pesar de su protagonismo institucional está sujeto a escasos controles y cuyo obrar suele estar caracterizado por una gran opacidad burocrática. Y es que su diseño institucional parece escapar a una regla organizacional básica de toda democracia constitucional: a mayores responsabilidades, mayores serán los controles.

En toda justicia corresponde reconocer que esta anomalía democrática ha sido históricamente obviada por las innumerables contribuciones que la Contraloría ha ofrecido a la consolidación del Estado de Derecho y a una gobernanza apegada a la legalidad. Basta recordar que, ante cada acusación de corrupción o denuncia de ilegalidad, quienes rasgas vestiduras ante ellas suelen demandar la implacable intervención contralora. Pero precisamente detrás de ese rol de guardián de la probidad e integridad que se le demanda, se esconden muchos costos frecuentemente invisibilizados, como evidencian las cada vez más numerosas acusaciones de activismo contralor.

Todo ello debería ser ponderado por los senadores al desempeñar su responsabilidad constitucional en la confirmación del próximo contralor, quienes como mínimo deberían demandar que quien resulte designado continúe y expanda considerablemente los esfuerzos modernizadores desarrollados por los contralores Mendoza y Bermúdez. En la delimitación de este mandato, la experiencia comparada reciente puede ser particularmente reveladora.

En las últimas cuatro décadas, las instituciones de auditoría han ido adquiriendo a lo largo del mundo un rol preponderante en la gobernanza contemporánea y una incidencia política mucho mayor. Inicialmente concebidas como entidades secundarias limitadas a la fiscalización contable de lo público, ellas se han convertido en aclamados guardianes de la eficiencia administrativa y la lucha contra la corrupción. Para compensar sus nuevas responsabilidades y su creciente protagonismo, muchos países han emprendido profundas reformas constitucionales y legales destinadas a someterlas a mayores controles y contrapesos.

Por mencionar solo algunos ejemplos, en Brasil o Colombia toda contratación de personal parte en un exigente concurso público de antecedentes que busca prevenir el desarrollo de prácticas clientelares. En Australia, Estados Unidos o Nueva Zelanda existe un auditor o inspector independiente a cargo de fiscalizar el trabajo de auditoría o someterlo a los mismos estándares que se exigen a las instituciones supervisadas. En México existe un comité a cargo de coordinar la gestión de calidad del trabajo de auditoría y en el Reino Unido el auditor general está sujeto a un consejo externo que lo asesora en el cumplimiento de sus responsabilidades y supervisa su gestión.

De igual manera, se han adoptado como prácticas institucionales ciertos resguardos que permitan introducir controles o contrapesos en el cumplimiento de su mandato. Siguiendo recomendaciones internacionales, las auditoras de Austria, Estados Unidos, Indonesia, México, Hungría o los Países Bajos se han sometido voluntariamente a una evaluación de pares, en la que solicitan a una institución equivalente de otro país que analice su trabajo y formule recomendaciones de mejora. También abundan los ejemplos de contralorías o tribunales de cuentas que solicitan evaluaciones periódicas a instituciones privadas.

Por la discrecionalidad que supone el control de auditoría, también se ha vuelto cada vez más común que rindan acuciosas cuentas de su trabajo. En este sentido, sus reportes anuales suelen incluir detalladas explicaciones de las metodologías utilizadas en sus labores. Incluso existen ejemplos como el neozelandés en que el auditor general reconoce los aspectos mejorables de su gestión que deben ser corregidos a futuro. También se ha vuelto frecuente la adopción de planificaciones estratégicas anuales –y no quinquenales, como en Chile– que incluyen metas cuantificables e indicadores de resultado, algo inexistente en nuestro caso.

Algunos de estos cambios y prácticas indudablemente requieren de modificaciones legales que dependen del Congreso. Pero en muchos casos ellos pueden ser adoptados por iniciativa del propio contralor como una forma de mejorar y transparentar su gestión de control. En este último caso es importante comprender que, al encargar este mandato modernizador al futuro contralor, los senadores no están demandando esfuerzos extraordinarios, sino simplemente exigiendo aquello que la misma Contraloría requiere de quienes están sometidos a su fiscalización. Más importante aún, supone instar a la Contraloría a abrazar buenas prácticas y recomendaciones internacionales que muchas instituciones equivalentes están adoptando para mejorar su trabajo de control, de lo que podría depender que ella siga desempeñando el destacado papel que históricamente la ha caracterizado.

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