Chile en emergencia laboral: los rostros del desempleo en un país que no crece
El país sudamericano es uno de los más rezagados de Latinoamérica en volver a los niveles pre pandemia en puestos de trabajo. Todavía hay 450 mil empleos que no se han podido recuperar
Es la cara más dura de un país estancado. La cesantía no solo ataca al bolsillo, sino también al entorno de quien está sin trabajo y su autoestima. La semana pasada, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) chileno dio a conocer la tasa de desempleo del trimestre junio-agosto, que mostró un aumento por décimo mes consecutivo para ubicarse en 9%.
El incremento se explica porque hoy hay más personas buscando trabajo en Chile que en el trimestre anterior. Esa variable, sin embargo, genera una distorsión que no permite evaluar a cabalidad cómo está evolucionando la creación de empleo en el país sudamericano. David Bravo, el director del Centro de Encuestas y Estudios Longitudinales de la Universidad Católica, prefiere fijarse en la tasa de ocupación, aquella que mide el porcentaje de la población que se encuentra realizando alguna labor remunerada con respecto a la población total en edad de trabajar. Al mirar esa cifra, dice, el panorama cambia y se devela la real emergencia laboral por la que atraviesa Chile.
El empleo en Chile ha sufrido un retroceso de 13 años y todavía el país está lejos de recuperar los niveles que existían previo a la pandemia. El déficit de empleo respecto de la situación pre covid es de 450 mil trabajos, 4,8% del total de empleos. “Ha ido mejorando –explica Bravo–, pero a un ritmo muy lento. En estricto rigor, no ha cambiado tanto la foto del mercado labora en los últimos dos años y eso es preocupante”, alerta.
“Estancamiento es la palabra que mejor refleja lo que está ocurriendo”, dice el investigador. La economía, que según el último ajuste del Ministerio de Hacienda crecerá 0% este año, es una de las razones, pero el problema es que el escenario futuro tampoco es alentador. “Con un crecimiento de 2%, uno esperaría que el empleo crezca no más de 1%. Esos son entre 90.000 y 100.000 nuevos puestos de trabajo. No se va a cerrar ningún déficit, es más, puede aumentar, porque vamos a tener más personas que se incorporan al mercado laboral”, explica.
El académico advierte que “no va dar la bencina para cerrar luego la brecha” respecto a los niveles pre pandemia, lo que recién podría ocurrir en unos tres años, adelanta. Además, dice, “se nos va a juntar con la otra amenaza que es que las personas van a tener menos oportunidades que las existen hoy en la medida que la tecnología empezará a desplazar algunas funciones”.
En comparación con los demás países de la región, el panorama chileno deja mucho que desear. Según un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Chile está entre los tres países más rezagados en la recuperación del empleo pre pandemia en América Latina, junto a Belice y Panamá. Y, considerando que el continente es uno de los más rezagados respecto al resto del mundo, se podría decir que el desempeño del mercado laboral del país sudamericano, es uno de los peores del planeta.
¿A quiénes está afectando con mayor fuerza? Bravo detalla que los segmentos con mayor déficit de empleo está en los jóvenes bajo 24 años, en los adultos mayores que antes de la covid sí participaban del mercado laboral, en aquellos sobre 55 años que cada vez menos interés de las empresas por contratarlos, en personas que tienen solo educación secundaria o secundaria incompleta, en trabajadoras de casa particular y en aquellos que viven en la macrozona sur del país, es decir desde la región de Ñuble a Magallanes.
Para indagar en estas historias, EL PAÍS recogió seis testimonios que reflejan la realidad de la emergencia laboral de Chile.
Jessica Muñoz, 52 años: “Las máquinas nos están reemplazando”
A los 19 años, Jessica Muñoz se mudó desde la sureña ciudad de Los Ángeles a la capital chilena en busca de oportunidades laborales. Y las encontró. Durante más de tres décadas trabajó de cajera hasta que en abril del año pasado, después de 18 años empleada en un supermercado, la despidieron. La razón fue “necesidades de la empresa”, según relata, pero lo que vio ella fue que entre la llegada de las cajas de autoservicio y un cambio de modelo en el que el personal debía ir rotando en distintas labores, la figura de la cajera tradicional desapareció. “Es como que las máquinas nos hubiesen reemplazado. Yo siempre he tenido buen trato con los clientes y eso sirve para que regresen. Una máquina no te puede dar los buenos días ni preguntarte cómo estás”, lamenta la mujer de 52 años.
Divorciada, madre de dos hijos -de 26 y 22 años-, Muñoz dice, casi desesperada, que necesita encontrar trabajo para mantener a su familia. Vive en una casa en el popular municipio de Puente Alto y desde ahí ha enviado su currículum por internet y se lo ha entregado a sus cercanos, pero no ha tenido suerte. “Está mala la cosa”, apunta. Para tener algo de ingresos, este año se fue durante seis meses a su ciudad natal para cuidar a una mujer de 92 años. Le sirvió para arreglárselas, pero decidió volver a su casa para no dejar a sus hijos solos; el mayor no tiene trabajo y el de 22 está comenzando una carrera de artista.
Miguel Aravena, 73 años: “Ven mi edad y ese es un tope”
Parte importante de su vida laboral, Miguel Aravena trabajó como asistente de administración. Jubiló a los 65 años, pero decidió seguir trabajando. Le gustaba su trabajo y con la pensión de 230 dólares al mes que recibía, no lograba pagar sus cuentas. El inicio de la pandemia coincidió con sus 70 años y con el descubrimiento de un cáncer. En medio de esa incertidumbre, fue despedido por necesidades de la empresa. “Me quedé sin ingresos, sin trabajo, si nada”, cuenta. Miguel estaba en una isapre, como se les llama en Chile a las aseguradoras de salud privada, y con mucho esfuerzo siguió pagando el plan de 370 dólares mensuales que le asegurara recibir una atención de calidad para su tratamiento. Salió adelante y hoy está sano. Su señora, sin embargo, tiene una pancreatitis aguda, y cada cierto tiempo debe internarse. Esa es la razón por la cual, hasta hoy, Aravena sigue pagando la isapre mes a mes. Ha intentado postular a la Pensión Garantizada Universal (PGU) pero como está en el sistema privado de salud, no logra entrar como beneficiario.
Desde que hace tres años fue despedido, no ha logrado encontrar trabajo. “Está muy difícil encontrar trabajo y en mi caso es más complicado por la edad, una persona que tenga más de 50 años ya no sirve, así es. He postulado a puestos parecidos a lo que hacía, demostrando toda mi experiencia pero ven la edad y ese es un tope”, cuenta. Para llegar a fin de mes, Miguel se las arregla con pequeños empleos ocasionales de mantención de edificios, “pero no es algo fijo, nunca se sabe qué va a pasar y menos ahora que hay tanto extranjero a los que les ofrecen menos de lo que yo podría cobrar”.
Valentina Flores, 22 años: “Mi último contrato fue de una semana”
La joven desempleada acabó sus estudios escolares y se puso a trabajar inmediatamente como promotora. Al año siguiente estudió un curso de cosmetología y estética por las mañanas y por las noches trabajó de garzona en un restaurante. Hasta ahora, ese año de empleo ha sido su contrato más largo. Intentó encontrar algo en lo suyo. Echó curriculum en salones de belleza y centros de estética, pero nadie la llamó. Resignada, empezó a aceptar lo que viniese: ha trabajado de bodeguera, operaria telefónica, asistente de cocina. Los contratos suelen durar 15 días, máximo tres meses. El último, seis meses atrás, duró apenas una semana. Tenía que vender seguros en una clínica privada.
Lo que más le urge a Flores para encontrar trabajo es que vive con su pareja, de 24 años, que trabaja en la construcción, y deben pagar el alquiler de unos 260 dólares. Hasta hace poco vivían en el centro de la ciudad, pero los altos costes -370 dólares- los obligaron a buscar un piso en San Joaquín, un municipio ubicado al sur de la capital. “Se me hace más complicado viviendo fuera de la casa de mis padres, con mi pareja, que somos jóvenes, pero queremos ser independientes”, explica. Le gustaría trabajar en cualquier cosa relacionada con la estética, pero acaba de rellenar un formulario en una feria de empleo donde marcó todas las casillas donde había vacantes. En su círculo más próximo, los chicos encuentran fácilmente trabajo en la construcción, pero entre sus amigas “está más complicado”.
Alex González, 50 años: “Está difícil el rubro automotriz”
Los últimos 20 años de su vida, Alex González los ha destinado al rubro financiero automotriz. Estudió comercio exterior y administración de empresas y su último trabajo fue como analista de riesgo de una automotora. Estuvo ahí tres años, hasta que la empresa decidió cerrar su área de créditos y desvincular a las 30 personas que se desempeñaban en ese departamento, entre las que estaba él. “Fue fuerte, es segunda vez que me que quedo sin trabajo, pero la primera que me pasa algo así, tan repentino”, reflexiona. Trabajó hasta julio de este año, pero dice que, en estos pocos meses de búsqueda, se ha dado cuenta que la situación está difícil. “Me ha costado, tengo hartos contactos en la industria, pero no hay cupos, está al revés la cosa, en vez de crecer, están echando cada vez a más personas. Está difícil el rubro automotriz”.
Alex vive con su mujer y sus dos hijos, una que ya es profesional y otro que todavía está en la universidad, la que él como padre debe pagar todos los meses. “Yo podría buscar en alguna otra cosa relacionada peor estoy tratando de agotar la última instancia para seguir en lo mismo que estaba haciendo, me gustaba mi trabajo, era entretenido”. Por lo mismo, no ha agotado todas sus opciones y tiene fe que algo va a aparecer en el camino. “Con la experiencia que tengo creo que algo va a salir, llevo más de 20 años, así que cruzo los dedos porque uno nunca sabe”, señala optimista.
Lidia Araneda, 55 años: “He estado antes sin trabajo, pero ahora está más complicado”
Lidia Araneda trabajaba en una empresa de aseo y la cambiaron de comuna. Si antes tenía que despertar a las 5:50 de la mañana para alcanzar a llegar a las 8:00 a su trabajo, ahora debía hacerlo a las 5:00. Decidió renunciar. De eso han pasado cinco meses y no ha logrado encontrar trabajo. Vive junto a su marido, su hija y su nieta en una casa de Peñalolén y ha logrado sobrevivir gracias a que su hija trabaja de Uber. Pero hace algunos días se esguinzó la rodilla y no ha podido manejar. “Necesito trabajar urgentemente en cualquier cosa que salga. No quiero andar pidiendo nada, tengo 55 años y no me gusta depender de nadie, me gusta trabajar y soy buena en lo que hago”, dice.
Lidia ha tenido varios empleos. Fue manipuladora de alimentos, aprendió a usar maquinaria, ha cuidado niños y se ha desempeñado en empresas de aseo. Trabajó cinco años en la Universidad Adolfo Ibáñez en la comuna de Peñalolén, cerca de donde ella vive, pero durante estos meses fue a dejar currículum y le dijeron que no había cupo. “He buscado en empresas de aseo, dicen que me van a llamar y nada. He estado antes sin trabajo, pero encuentro que ahora está más complicado”. No me gusta pedir nada, pero tuve que ir a la municipalidad de Peñalolén a pedir ayuda y trabajo. Ahora voy a tener que ir de nuevo”, dice.
Juan Pablo Iagreze, 32 años: “No he logrado tener el mismo nivel de vida que tenía antes”
Después de salir del colegio, Juan Pablo Iagreze trabajó como empaquetador en un supermercado, después estudió masoterapia y luego entró al mundo del call center. Trabajaba atendiendo clientes para un importante banco de la plaza, y como su trato era amable y adquirió rápidamente los conocimientos comerciales, empezó a hacer carrera como técnico financiero. Llegó a ser ejecutivo de cuentas de uno de los principales bancos en Chile, empezó a darse sus gustos, comprarse ropa, tener auto, ir a fiestas, pero después de cinco años lo despidieron por necesidades de la empresa. Tres meses después comenzó la pandemia y Juan Pablo lo pasó mal. “Me cuestioné todo, tenía deudas, no podía seguir pagando y me llamaban todos los días. Pasé por un proceso depresivo y sentí que me tenía que reinventar”, cuenta.
Han pasado tres años y Juan Pablo confiesa que cambió de vida. Se metió a diversos cursos y se interesó en terapias holísticas. Hoy vive solo en una casa en la comuna de Maipú, en el sector surponiente de Santiago, pero dejó atrás ciertas comodidades. Se dedica al arte, la pintura y las terapia y, aunque está lejos de alcanzar a tener los mismos ingresos que cuando era banquero, logra pagar sus cuentas. Dice que podría tener la opción de volver a trabajar en bancos, pero que no quiere volver a ser dependiente. Dice que está contento con su decisión, pero que a su familia y amigos les ha costado entenderlo. “Mi mamá estaba feliz con mi trabajo estable en el banco, orgullosa, y ahora no lo entiende, pero yo estoy feliz”, comenta.
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