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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En nombre de la tierra

En Francia el suicidio de agricultores es un gota a gota, y el director Édouard Bergeon aguantó todo lo que pudo hasta contar el suicidio de su padre, un pequeño empresario agrícola acuciado por la falta de futuro

Mercè Ibarz
Un agricultor con su tractor en Tarragona.
Un agricultor con su tractor en Tarragona.G. Battista

Y aquí tierra significa campo: en nombre de la tierra, en nombre del mundo agrícola. Es el título de un film francés, una suerte de ficción documental que sería bueno ver por aquí. Se trata de Au nom de la terre, con el que este otoño ha debutado en su país el periodista Édouard Bergeon. Bueno, al menos el film se ha visto en las zonas agrícolas francesas. En París, según leo en los papeles de la capital, no están interesados, casi no se ha proyectado y cuando se ha hecho ha sido en salas alejadas del centro. Tampoco yo misma lo he visto. Pero vale la pena hablar de él. En Francia el suicidio de agricultores es un gota a gota desde hace tiempo, y Bergeon aguantó todo lo que ha podido hasta darse cuenta de que no tenía más remedio que contar el suicidio de su padre, un pequeño empresario agrícola acuciado por la falta de futuro.

Édouard creció en el Poitou, sin problemas, contento de montar en el tractor de su padre, Christian Bergeon. “Era libre, feliz, todo el tiempo por ahí, con mi padre”, cuenta en Le Monde el ahora realizador, de 37 años. “Si lo tuviera que rehacer, lo reharía mil veces”. Hasta una madrugada de 1999, cuando tenía 16 años. Lo que sigue duele, a mí me duele solo de escribirlo, como me dolió cuando lo leí. El 29 de marzo de aquel año su padre se mata con pesticidas. Fue un gesto salvaje, más que una voluntad de morir. Una decisión desesperada, como dicen que a menudo es la del suicidio, que no está en realidad tomada para terminar de una vez por todas. O quizás fue que, en este caso, Christian Bergeon vio de pronto la cara de su hijo, quien sabe. El caso es que el padre despertó al hijo para decirle que no quería morir y sobre todo para pedirle perdón. Demasiado tarde.

A los agricultores no les explicaron nada excepto que utilizaran productos químicos porque eran “medicinas”

Imposible contar todo esto en tiempo presente y con los personajes de la familia Bergeon. Como hiciera el gran Robert Flaherty para recrear el mundo perdido de los pescadores en Hombres de Arán (1934), el realizador ha recreado la historia de arriba abajo, con actores, sin los nombres originales de su familia ni nada, sin referencias explícitas a su mundo originario. Y el film, cuentan las crónicas, lo consigue. El actor, guionista y realizador Guillaume Canet es el padre. Logra poner en pantalla algo que va más allá incluso de lo que acabo de contar. El mismo Bergeon lo comprendió cuando tuvo escrito el guión, no antes.

“Hasta que no lo tuve escrito no comprendí el sentido del acto de mi padre, el alcance político de su suicidio. Habría podido colgarse, pero decidió utilizar la química”. Y eso es lo que el hijo, dos décadas después, viendo lo que pasa en el campo francés, que casi cada día se mata un agricultor, hombre o mujer, comprendió. El ciclo iniciado hace 60 años con los pesticidas se está cobrando sus vidas: no porque los envenene, sino porque ha envenenado todo el ciclo productivo en paralelo a la evolución de la política agraria europea, la temible PAC, de la que se habla demasiado poco entre nosotros.

Incluso las palabras para llamarlos han ido cambiando. Labradores y payeses se transformaron en agricultores con la maquinización del campo y la llegada de los pesticidas, en los años sesenta pasados, que a su vez llevaron —máquinas y química— a la agricultura intensiva que los convirtió en empresarios agrícolas tanto si quieres como si no. De todo esto habla esta película, para poner el acento en otro aspecto que he oído contar en mi familia desde los mismos años sesenta: de acuerdo, sí, desde los sesenta se ha inundado el campo de productos químicos, pero a los agricultores nadie les explicó nada excepto que debían hacerlo porque eran “medicinas para los sembrados y árboles”, indispensables para la seguridad alimentaria, para producir mejor y más, que el mundo no se podría alimentar sin esos “medicamentos”.

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Recuerdo a mi padre, a mi hermano y a mi tío contando que llegaban los abonos en sacos con instrucciones… en inglés. Nadie sabía qué cantidad usar para esto o para aquello, para esta finca grande o esa pequeña. Se iba probando y con la cosecha se intercambiaban opiniones en el bar. Y así, ir probando. “Ahora la tierra se muere, al menos un agricultor se suicida cada día, las crisis sanitarias se multiplican pero Francia continúa siendo la campeona del compostaje, con 70.000 toneladas por año”, resume Bergeon. De todo esto deberíamos hablar más, saber más, resolverlo más. Gracias, Bergeon.

Mercè Ibarz es escritora y crítica cultural.

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