La larga agonía del ‘procés’
La división cada vez más aparatosa en el bloque secesionista todavía no tiene como elemento de contención una estrategia articulada para una mejor unión del constitucionalismo
Un experimentado estratega de la política catalana decía hace ya un tiempo que el constitucionalismo tenía la baza de una depresión del ensueño independentista que iba a generar divisiones y brechas irreconciliables y, en segundo término, la laboriosa opción de ganar espacio en las confrontaciones electorales. Por ahora, surge efecto lo que el estratega definía simplemente como “dividir, dividir, dividir”. Esa división cada vez más aparatosa en el bloque secesionista todavía no tiene como elemento de contención una estrategia articulada que logre fórmulas imaginativas para una mejor unión del constitucionalismo, si es que hay voluntad para intentarlo.
Los penosos despropósitos de los políticos independentistas y de su entorno mediático, a veces visiblemente a punto de abandonar el barco, han logrado un efecto inesperado: la indiferencia y la pasividad de no pocos ciudadanos, cuya estupefacción tanto por el impasse postelectoral en toda España como por la agonía del procés no es el mejor equipaje para irse de vacaciones. En otros casos, habrá cenas de verano para especificar la mejor táctica en el empeño de reacomodar el catalanismo moderado, empresa que no se emprende de la mejor de las maneras pidiendo que el Senado se desplace a Barcelona. ¿Y por qué no a Melilla o a la Toja? Es asombrosa la coexistencia de lo que va del afán de estructuras propias de Estado a reclamar que las instituciones del Estado se reubiquen en Montjuïc. Esa dicotomía irresoluble ilustra lo que está pasando en la Cataluña política. Pida usted la independencia y si no se la dan exija la mudanza del Senado.
Los despropósitos de los independentistas han logrado un efecto inesperado: la indiferencia de no pocos ciudadanos
La larga y lenta agonía del procés ¿puede precipitarse en algún momento o quedará en estado comatoso? Ciertamente, el PSC, aunque en parte a expensas de lo que ocurra en la investidura de Pedro Sánchez, tiene hoy el viento en popa. Recupera poder. Ha destilado los márgenes de ambivalencia que le permitan no salir de cuerpo entero en la foto de los dos bloques. La maniobra de Manuel Valls en el Ayuntamiento de Barcelona le dio al PSC un poder efectivo al tiempo que eliminaba la posibilidad de un alcalde de ERC. Con otra finta táctica, ha pactado la Diputación de Barcelona con Junts per Catalunya. Hay que remontarse a recientes episodios pleistocénicos para recordar que el pujolismo quería acabar con las diputaciones. Pujol solía decir que, a diferencia del PSC, el nacionalismo no era municipalista.
El constitucionalista italiano Gustavo Zagrebelsky sostenía que al aniquilar el momento fundacional lo que se hacía era erosionar la Constitución. Ese ha sido uno de los errores históricos del nacionalismo catalán. Fue en otoño de 1921 cuando los partidos políticos Acció Catalana —escisión de la Lliga— y Estat Català enviaron un telegrama a Abd El-Krim, el cabecilla de la revuelta contra España en el Rif. El telegrama decía: “Ante vuestra valiente resolución en defensa de la Patria marroquí amenazada por España, los hijos de Cataluña os envían un mensaje de simpatía. No es la primera vez que la tierra catalana demuestra su protesta por la invasión de Marruecos. Recordad la revuelta de julio de 1909. Hoy Cataluña también condena los métodos bárbaros usados por el ejército español. Salud. Coraje. Que viváis por muchos años”. Era la actitud de un nacionalismo primitivista y montaraz, en la misma época en que la Lliga de Cambó buscaba trazar puentes. Sin los mismos motivos, una actitud similar llevó a Carod-Rovira a hablar con ETA en Perpiñán, transcurrida la larga etapa del pujolismo. A un extremo del nacionalismo catalán aparece de costumbre la fuerza negativa de la deslealtad. Que se coreen lemas antieuropeos en las concentraciones más radicales incide en que lo que Cataluña significa y representa en el conjunto de España no pueda calificarse ahora mismo como contribución unánimemente apreciada.
A un extremo del nacionalismo catalán aparece de costumbre la fuerza negativa de la deslealtad
En ese trance de desactivación político-mediática, el independentismo radical ha optado por el lanzamiento de torpedos contra la Jefatura del Estado. No puede concebirse mejor manera de expresar la historia de deslealtad que inició sus compases ejercitando el método de palanca en el Congreso de los Diputados y fue desapegándose del sistema constitucional. Entre el parque temático y la entropía, el nacionalismo catalán sigue enviando sus telegramas a Abd El-Krim. Puigdemont y Torra compiten como estafetas mientras el procés se auto consume y el ejército español, tachado de bárbaro en el telegrama de 1921, ayuda a pagar incendios en Cataluña, aunque eso no incumba al conseller de interior. Nadie es perfecto.
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