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Lígula, el gusto por aprender despacio

El septeto madrileño eclosiona en el pop poético y se confiesa “incapaz por ahora de escribir canciones alegres”

La providencia a veces visita a los grupos en los momentos más decisivos. Por ejemplo, a la hora de resolver el eterno dilema del bautismo. Los siete integrantes de Lígula no sabían cómo demonios llamar a su la banda hasta que repararon en que el propio nombre de la calle donde ensayan, un término infrecuente entre los vocablos de la botánica, era lo bastante misterioso y poético como para definirlos. Y así, entre la poesía y el misterio, se ha ido labrando la historia de estos muchachos, casi todos al borde de la treintena, que en 2015 debutaron “por inercia” en inglés (Distant stairs) y ahora se erigen en hábiles artesanos de la lengua castellana con una segunda entrega, El aire antes del viento, extensa e intensa a la par. Aunque con una característica común para sus 14 canciones: ni una sola puede considerarse alegre. “Por ahora me siento incapaz, pero algún día quizá lo consiga”, asume entre risas Nacho Fernández, de 28 años, cantante, guitarrista y compositor de la banda.

Fernández y sus seis aliados son jóvenes dicharacheros y de sólidas formaciones académicas, aunque el veneno de la música les consume buena parte del tiempo libre (y no tan libre). Muchos de ellos eran colegas de barrio y clase en el Colegio de San Agustín, donde ya fundaron un grupo de versiones para recrear sus clásicos favoritos del rock. Pero entonces aconteció lo que acontece siempre, y más a ciertas edades: Nacho, que se ocupaba de la batería, atravesó por una “situación personal de ruptura”. Y el quebranto sentimental se tradujo en la necesidad de tomar la voz cantante y escribir repertorio propio. La semilla de Lígula quedaba definitivamente sembrada.

Los cambios de responsabilidades se tradujeron en nuevas incorporaciones y el grupo acabó creciendo así hasta septeto, una dimensión atípica que se traduce en una singular riqueza de timbres, ritmos y, sobre todo, armonías vocales. “La primera vez que grabamos unas maquetas en los estudios Reno, el técnico, Luca Petricca, nos preguntó que por qué nos complicábamos la vida con tanta gente”, se carcajea el vocalista de Lígula. Y aclara: “No fue algo preconcebido, pero somos así de románticos e inconscientes. Y la ambición poética siempre formó parte de la jugada”.

Saben que su fórmula les hace peculiares. Que nadie, en tiempos de consumo rápido e impulsivo, de picoteo nervioso en las plataformas de streaming, entrega un disco de 14 canciones. Y menos todavía un primer sencillo, Canica, cuyo leit motiv es una frase de tristeza abrumadora: “De aquí a 100 años seré abono para ti”. No saben bien si su singularidad es un elemento de distinción o los relega “a la condición de raritos”. En cualquier caso, llevan esa suerte de “grisura luminosa” en el ADN de la banda. “La principal peculiaridad del grupo”, resume Fernández, “es que somos, como diría Bill Callahan, slow learners, unos aprendices lentos. No caemos en la arrogancia de sentirnos muy especiales, pero nos inspiran músicos a los que les gusta hacer las cosas despacio, como Jorge Drexler o Wilco. Muchas de nuestras canciones nacen con apenas dos acordes y un patrón de batería y crecen a partir de ahí”.

 Medios tiempos, congojas, evocadoras imágenes en blanco y negro. La búsqueda de destinos atrayentes a través de carreteras secundarias, de caminos ajenos a la evidencia. Una voz, temblorosa y dolorida, que puede sugerir una versión evolucionada de la de Ricardo Lezón (McEnroe). Así es la idiosincrasia de Lígula, un proyecto que no se cansa de explorar las posibilidades de la melancolía. “El aire es una discreta alteración de la quietud, una pequeña modificación de lo estático”, anota el grupo sobre el significado implícito de ese El aire antes del viento, un álbum recién publicado por Hook (el mismo sello de Izal) que el septeto defenderá en la sala Shoko el próximo 6 de junio. ¿Y después? “Continuaremos desarrollándonos, probando ingredientes nuevos con naturalidad”, pronostica Nacho Fernández. “E introduciremos algo de luz, palabra. Una canción tristísima puede ser preciosa, pero nos gusta pensar que las nuestras también incluyen un trasfondo esperanzado, constructivo”.

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