Notre Dame en la crisis europea
Un accidente como el de París confirma que todas las construcciones del ser humano, por sacralizadas que hayan sido, son efímeras
Ardió Notre Dame y fue noticia mundial. Seducidos por el impacto popular muchos dirigentes políticos quisieron dejar testimonio de su desolación, en mensajes cargados de tópicos y expresiones retóricas. “Nunca los dirigentes europeos habían hablado tanto de cultura, esta parienta pobre de la Unión Europea”, escribía Alain Sallés en Le Monde. El presidente Emanuel Macron, atrapado en la necesidad de dar una salida al debate nacional que promovió como respuesta a los chalecos amarillos, vio la oportunidad de acercarse a la ciudadanía, prometiendo una reconstrucción acelerada (en cinco años) y convocando un concurso internacional antes incluso de que se conozca el verdadero alcanza de los daños y el pronóstico de los expertos. El dinero ha acudido raudo. Arnauld y Pinault dos grandes fortunas francesas, han liderado las aportaciones privadas, dando pie a una pregunta inevitable sobre sus prioridades.
Nadie discute que la catedral de Notre Dame es una obra mayor de la arquitectura europea. Y un icono de la historia de Francia. Pierre Nora, historiador, celoso guardián de la cultura nacional republicana, la sitúa en la exclusiva lista de los siete “Hautes lieux” de la France, junto a las Cuevas de Lascaux, el sitio de Alèsia, la abadía de Vezelay, los castillos del Loira, le Sacre Coeur de Montmartre, y la Tour Eiffel. Toda cultura es la confluencia de factores muy diversos, que dejan su huella a través de un proceso de selección, fruto de las vicisitudes de la historia, que cristaliza en algunas obras excepcionales que por su calidad y por la suerte de haber sobrevivido a los avatares del tiempo quedan como referentes. Y hay que procurar conservarlas, porque de un modo u otro nos siguen hablando no solo del pasado, sino de nosotros mismos. La pretensión de hacer tabla rasa del ayer no solo es absurda, sino que es destructiva y conduce inevitablemente al fracaso.
Sin embargo, un accidente como el de Notre Dame nos confirma que todas las construcciones del ser humano, por sacralizadas que hayan sido, son efímeras. Y que nada tiene asegurada la pervivencia sobre la tierra. Notre Dame ha sido víctima de la irresponsabilidad en el mantenimiento del edificio, pero a su vez ha sido salvada del derrumbe por la eficacia de los bomberos y de los equipos de emergencias. El propósito de restaurarla es plausible. El debate se centrará en la eterna querella entre antiguos y modernos: los partidarios de la reconstrucción lo más literal posible y los que creen que hay que aportarle señales del tiempo presente. En parte es una falsa discusión, porque nunca volverá a ser lo que fue. El último gran restaurador de Notre Dame, el arquitecto romántico, Eugène Viollet le Duc advertía: “Una restauración puede ser más desastrosa para un monumento que los estragos de los siglos y de la furia popular”.
Si hay un país que confunde su destino con el del mundo este es Francia. Su capacidad de convertir sus referentes culturales en universales es conocida, amparada en la convicción del poder de la cultura como constructora de identidad. A su capacidad de contagio hay que atribuir la reacción de las autoridades europeas que de pronto han descubierto la cultura, que no ha formado parte de sus prioridades y que jamás han sabido utilizar como vínculo para la integración europea. Al revés, las culturas europeas están más nacionalizadas que nunca. Y no se ha sabido tejer un espacio cultural compartido.
El culto a los monumentos no facilita la tarea. Que solo es posible si se parte de la historia pero se construye sobre valores convenidos: los que Europa heredó de la tradición liberal y asumió tras el descenso a los infiernos que fue la segunda guerra mundial. Hoy parte del continente los pone en cuarentena. Mientras se quemaba Notre Dame, sin dejar un solo herido, miles de personas seguían muriendo en el Mediterráneo, cuna de nuestra civilización, recordaba Adela Cortina en estas mismas páginas. Las mismas miradas que se solidarizan con Francia por el incendio de Notre Dame han dado la espalda a quienes sueñan con llegar a Europa y rehacer su suerte. Y no solo eso: Europa vive la expansión de los valores autoritarios y reaccionarios que parecía que la modernidad había disipado, con parte de sus dirigentes políticos defienden como bandera futura. La reconstrucción de un edificio emblemático, pero efímero como todos, no puede servir analgésico para hacer llevadera la crisis moral y política que vive Europa.
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