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OTRES
Columna
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10.793 kilómetros

Escribo esta carta a mi madre, mujer migrante que siempre antepuso las necesidades de sus hijos a las suyas

Chenta Tsai Tseng
C. RIBAS

Te estarás preguntando el motivo de esta carta abierta, un medio al que, hoy por hoy, con los avances de la comunicación, nos hemos desacostumbrado. Padre siempre utilizaba las cartas para expresar aquellas cosas que le costaba decir en voz alta, algo que comprendo cada vez más. La verdad es que, aparte de escribirle a mi amigo por correspondencia, nunca me he atrevido a escribir una carta a nadie, ni una carta de amor para meter anónimamente entre las rejillas de la taquilla del chico que me gustaba en el instituto. Así que empezaré hablando sobre mi día.

Me acordé de ti porque hoy, al cocinar, quemé unos huevos duros. Sí, lo sé, 笨手笨腳, "¿cómo se pueden quemar unos huevos duros?", te imagino diciendo. Sé que no debería hacer otras cosas mientras estoy cocinando. Ni siquiera tengo una excusa válida. Hermana dice que es un hábito mío que le recuerda mucho a ti. Y es que mis momentos favoritos son aquellos en los que estamos de palique en la cocina, hablando de nada en especial. A veces los echo de menos.

Siento que he adoptado muchos hábitos tuyos. Por ejemplo, nunca pruebo la comida. Ni calculo la cantidad de sal ni las especias que le echo. Pero, a diferencia de ti, no lo hago por descuido y pereza. Decías que empezaste a cocinar cuando apenas tenías diez años, cuando ibas a la vecina a pedirle un pequeño tazón de arroz para la abuela, que siempre llegaba cansada a altas horas de la noche de uno de sus muchos trabajos. Abuela arreglaba paraguas, lavaba coches… para poder criaros a tus dos hermanas, a tu hermano y a ti. Abuelo nunca estaba. Una vez explicaste que la abuela ocultaba las quemaduras de los productos de limpieza y los callos de sus manos con unos guantes blancos. Siempre llevaba esos guantes.

Reconociste que, cuando te lo conté, habías fingido que nunca te lo habrías imaginado, aunque en el fondo lo sabías desde hacía mucho

Mientras froto la sartén, pienso en la última vez que hablamos. Pero la última vez que hablamos de verdad, antes de que saliera del armario y todo se enfriara. A veces me pregunto por qué sentí la necesidad de salir del armario. Como si no fuera válido callar y tener una pareja siendo disidente sexual; como si, por el mero hecho de ser disidente sexual, lo normal fuera salir del armario. Pero, sinceramente, me dolía que, cuando hablábamos sobre el futuro, siempre me imaginases con una mujer cis. Sentía que de algún modo te estaba mintiendo si no te decía nada, como si estuvieras perdiéndote una parte integral de mí.

Me acuerdo todavía del día que te conté que estaba saliendo con un chico y se te quemaron los huevos duros que iban a acompañar la col que habíamos comprado en el mercado chino. Recuerdo que forzaste la sonrisa y los ojos se te llenaron de lágrimas e intentaste retenerlas. Años más tarde, en el autobús de camino al mercado Shilin en Taipéi , admitiste que habías llorado cuando fuiste al baño después de que te lo contara, no porque fuera disidente sexual, sino porque tenías miedo y sabías que mi vida iba a complicarse un poco más, porque sigue habiendo personas en nuestra sociedad que no lo comprenderán, y porque, al ser racializado, me iba a ser aún más duro.

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Reconociste que, cuando te lo conté, habías fingido que nunca te lo habrías imaginado, aunque en el fondo lo sabías desde hacía mucho. Las madres de mis amigas siempre se reían de mi descarado comportamiento afeminado, de la manera en la que andaba moviendo las caderas, de la manera en la que cruzaba las piernas mientras esperaba a que salieras de tu clase de flamenco cuando aún vivíamos en el pequeño apartamento de Vallecas. Recuerdo que me pillaste una vez en una serie de intercambio de miradas con un hombre apuesto que paseaba por la calle mientras desayunábamos en una terraza.

El distanciamiento también es culpa mía. Cada vez tengo menos tiempo y cada vez me da más pudor besaros, abrazaros cuando os veo. Maldita masculinidad tóxica. Siento que no ha hecho más que daño. ¿Te puedes creer que la última vez que lloré fue durante una clase de violín cuando el profesor me dijo que llorar era de mujeres?

Nunca podré compensaros todos los sacrificios que padre y tú habéis hecho para que mi hermana y yo tengamos la vida que tenemos ahora

A veces dices que vivo la vida con prisa, que debería cuidar a las personas a las que quiero y cuidar de los tiempos. Mientras te escribo, saco de la nevera la botella de plástico de zumo de naranja recién exprimido del Mercadona. Te imagino comentando lo fácil que es todo en comparación con cuando eras pequeña. Me acuerdo de la vez que, en nuestro antiguo apartamento, me bebí de un trago el zumo de naranja que habías exprimido a mano y comentaste lo gracioso que te parecía que, tras haber estado exprimiendo el zumo durante diez minutos, viniese a la cocina y me lo bebiera en un segundo. Desde entonces procuro beberlo lentamente y disfrutar de cada sorbo. Aunque no lo haya exprimido yo, sino una máquina del Mercadona.

Sobre todo, lo que me gustaba de nuestros momentos juntos en la cocina era tu honestidad. Nunca podré compensaros todos los sacrificios que padre y tú habéis hecho para que mi hermana y yo tengamos la vida que tenemos ahora. Cuanto más mayor me hago, más presente lo tengo. Nunca nos contasteis los sacrificios que tuvisteis que hacer cuando decidisteis migrar para buscar un mejor futuro para nosotros. Nunca nos contasteis los amigos, la familia que dejasteis atrás, la academia de idiomas que creaste con todo el esfuerzo del mundo, con tus propias manos, cómo fue crecer a 10.793 kilómetros de tu familia, de abuela, y las numerosas llamadas telefónicas internacionales que hacías a diario para con ella, añorando la tierra donde naciste y te criaste, todos los momentos en los que te sentías sola mientras yo bailaba ilarie en mi maillot. Y a pesar de todo, pusiste nuestras necesidades antes de las tuyas.

También quería pedirte perdón por haber sido tan impaciente contigo, por haber seguido un sistema cisheteropatriarcal que me beneficiaba a mí y te oprimía a ti y a tantas mujeres. Solamente espero que logres hacer todas las cosas que, en una de las conversaciones que mantuvimos en la cocina, confesaste que querías hacer para reparar el daño que hemos hecho la etnia han en Taiwán a los aborígenes taiwaneses y abrir una escuela para ellos. Sabes que siempre podrás contar conmigo.

Y mientras como los huevos duros quemados, rebuscando por el frigorífico y lamentando no haber ido a hacer la compra desde hace dos semanas, me acuerdo de nuestra última conversación en el autobús hacia Shilin, de cómo la luz verde del autobús parpadeaba y el señor que se sentaba enfrente de nosotros nos miraba de reojo intentando descifrar en qué idioma estábamos hablando, y me pediste que te enseñara mis canciones y se te escapó una pequeña sonrisa. "Me hace feliz que tú estés feliz".

Te quiero, y gracias, madre.

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