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ENTREVISTA A MANUEL LONGARES, ESCRITOR, AUTOR DE 'ROMANTICISMO'

“En el franquismo el barrio de Salamanca fue territorio desolado”

El madrileño Manuel Longares describe en 'Romanticismo' la incertidumbre que vivió una parte de la burguesía madrileña semanas antes de la muerte del dictador Franco, en octubre de 1975

Juan Cruz
Manuel Longares en la pasteleria Viena Capellanes, en la calle de Goya.
Manuel Longares en la pasteleria Viena Capellanes, en la calle de Goya.Julian Rojas

Hemos quedado en uno de los Viena Capellanes, de la calle Goya. Fundado por la familia de Pío Baroja, es uno de los establecimientos que no sólo existía en el otoño de 1975 en Madrid, cuando se estaba muriendo Franco, sino que forma parte de los numerosos establecimientos de la época que le sirven a Manuel Longares (madrileño, de 75 años) como eje de Romanticismo, su novela más importante, que ocurre en este barrio de Salamanca en el que estamos. A ese barrio de la burguesía madrileña lo llama Longares el cogollito. Y él considera que entonces este lugar ahora lleno de tiendas nuevas y de casas antiguas era “un territorio devastado” por el franquismo.

Romanticismo (Alfaguara, 2001) acaba de reaparecer, editado por Galaxia Gutemberg justo cuando aquel dictador vuelve a la actualidad, esta vez porque el Gobierno socialista lo quiere sacar del Valle de los Caídos para enterrarlo en otro cementerio de Madrid.

Todos los libros de Longares, cronista de Madrid, autor de La ciudad sentida y de Las cuatro esquinas, tienen que ver con esta ciudad por la que pasea como si fuera la piel de un pariente. “No es que me inspire, es que es mi casa. Cuando salgo de mi casa voy a Madrid. Lo tengo muy fácil, está a mano. Me resulta más cómodo inspirarme en Madrid que en cualquier otro sitio”. Así que Madrid es su paisaje, y lo fue para escribir Romanticismo. La ficción parte del latido que él mismo percibió en el barrio de Salamanca cuando Franco se iba a morir. Así que situó la novela en octubre de 1975, en el entonces llamado Día de la Raza, cuando los partes médicos, a los que alude, daban noticia de que el Caudillo estaba en las últimas. “Lo de escoger el mes de octubre para contar las peripecias que hubo allí en torno a la muerte de Franco fue accidental, y que el asunto fuera la muerte de Franco también lo fue. La gente del barrio me inspiraba, tenía ganas de hablar de ellos. Los acontecimientos políticos que se vivían en ese momento se pusieron en movimiento en mi narración”.

Pregunta. Así que Franco los movió.

Respuesta. La cuestión política, claro. Es una gente que ha vivido como en un embalse, a la que nunca le ha pasado nada, y de pronto ve que algo puede suceder, se inquieta y quiere saber en qué consiste ese fenómeno. Ellos están en el Olimpo, del que no bajan, pero hay un temblor en la ciudad y quieren saber qué ocurre.

El propósito era recuperar un barrio que había perdido. Yo frecuentaba este cogollito en los años sesenta porque vivía en los aledaños
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P. Y de ese discurrir del cuchicheo usted hace una enorme Historia de una escalera…

R. ¡Con ascensores! Sobre todo, como enlace de casas de vecindad. La escalera parece que se circunscribe a los barrios bajos, lo que entonces se llamaba corralas. Aquí no hay escaleras, están salvadas por el ascensor, y se usan para bajar, no para subir.

P. Son todos burgueses, menos los de las porterías…

R. Esa dialéctica se da entre el portero y los pisos, pero también entre los pisos y los administradores de su dinero. Todos pertenecen a otro barrio, a otro mundo, a otra circunstancia. Solo el portero tiene que estar ahí porque está a su inmediato y mecánico servicio: limpiar, barrer, poner la lavadora…

P. Y todos se preguntan “qué van a hacer con nosotros estos rojos, o rogelios, cuando se muera Franco”.

R. La pregunta de la ignorancia: como yo no sé, me aterro de lo que me pueda suceder, me gustaría saber hasta dónde llegan los límites del espanto… Ellos nunca se plantean que esto vaya a desmoronarse, porque en ese caso hubieran recurrido a ametralladoras o algo así. No sé qué hubieran hecho. Pero en principio lo que se plantean es tan solo la pregunta del miedo.

Madrid es un desastre absoluto en muchas cosas y lo toma como si fuera una imperfección gloriosa

P. Usted usa el humor, la sátira, y el personal, aquella burguesía, se prestaba.

R. Es una burguesía estólida, que no necesita refinarse, porque siempre ha sido así y no le ha ido mal. ¿Para qué va a cambiar? Ahí está también la burguesía de los gestos, el notario que echa la ceniza de su cigarro en ceniceros que no son suyos, pero no lo hace como un acto de dominio. Todo está a su servicio desde siempre. Así lo tiene en la cabeza y así continúa siendo.

P. ¿Su propósito era hacer una novela con humor?

R. El propósito era recuperar un barrio que había perdido. Yo frecuentaba este cogollito en los años sesenta porque vivía en los aledaños. Lo redescubrí veinte años después de la muerte de Franco. Para redescubrirlo se me ocurrió la novela…

Siempre fue igual el barrio, dice Longares. Ahora hay más lujo, entonces era mortecino. La burguesía siguió sin más sobresaltos, ninguno de sus malos augurios se cumplió. Un día de aquellos años posteriores a la muerte del Caudillo, jóvenes fascistas pretendieron que el poeta comunista Rafael Alberti cantara el Cara al Sol en la Cafetería Roma, un emblema de Serrano. Y era notorio que por allí circulaban los nostálgicos del Caudillo. Pero Longares no ve “muy propio del barrio el componente fascista. Puede haber habido una minoría de fervorosos, pero el barrio es clase, distinción, no se mezcla con esas algaradas. Tiene más altura, aunque esté de acuerdo con los que las organizan”.

Longares insiste en que el barrio era una desolación. Se debía, dice, “al franquismo; fíjate en las películas de los 60, en las películas de Fernando Fernán-Gómez, en Manolo guardia urbano... El barrio es una desolación, apenas había coches ni aparcamientos, todo llevaba el sello del derrumbe. Ahora la actividad de los restaurantes y de las calles es insólita comparada con aquella parálisis. La gente se movía para ir a misa, para viajar a la sierra en excursiones tristes, para dar limosnas. El franquismo lo respetó en la guerra, no lo bombardeó, pero en la paz lo hizo oscuro”.

Pregunta. Ahora usted vive en La Vaguada. ¿Qué es?

Respuesta. Un centro comercial donde te compras un pijama y te comes una ensaimada. El barrio de Salamanca es lujo, hay dinero, hay pisos a los que entras como si entraras en un carromato.

P. ¿Y este Madrid de ahora, Longares, qué tiene?

R. Tiene risa. Al término de la manifestación independentista del otro día, el guía invitaba a los congregados a tomar cañas por la ciudad. Madrid tiene esa guasa que hila con el sainete; quizá le viene de haber sido siempre cortés. Eso la hace ser afín y burlarse de sí misma. Madrid es un desastre absoluto en muchas cosas y lo toma como si fuera una imperfección gloriosa.

P. Al protagonista ausente de su libro, Franco, pugnan por desalojarlo del Valle de los Caídos…

R. Creo que los socialistas lo tenían que haber hecho más rápido y con menos propaganda… Y no toda la derecha quiere que siga allí. La gente lo que no quiere son problemas y menos problemas con los muertos. Que lo entierren donde corresponda, adiós y se acabó. Habrá un escandalazo de coches y de policías el 10 de junio y después no pasará nada.

P. A veces las realidades que se adivinan decepcionan hasta a los guionistas que las diseñan…

R. Porque todo se quedará en nada. Vuelto a enterrar, se acabó la historia. No creo que a la familia se le ocurra volver a desenterrarlo y así sucesivamente. Estaríamos así siglos y siglos.

El Viena Capellanes está lleno de gente, y de ruido. La cháchara es constante. Como en Romanticismo.

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