El ángel oscuro de Constantinopla
Un viaje a Estambul con el recuerdo histórico y literario de la caída de la vieja capital bizantina en 1453
Viajé a Estambul para ver la caída de Constantinopla, entre otras cosas. Llegué tarde, como me suele suceder, muy tarde: la vieja ciudad, la Manzana Roja (no confundir con la Gran Manzana), como la conocían los turcos, que tanto la deseaban, cayó en manos del sultán Mehmed II el 29 de mayo de 1453, una de las fechas fundamentales de la historia. Ese día, que marca el fin de la Edad Media y que pilló inoportunamente a unos cuantos catalanes en la ciudad (varios se dejaron la piel en las murallas y más de uno fue decapitado), conmocionó al mundo de entonces de la misma manera que al nuestro le impactaron la muerte de Kennedy o la caída de las Torres Gemelas. La gente preguntaba "¿y que estabas haciendo tú el día que cayó Constantinopla?" como nosotros hacemos, por ejemplo, con el 23-F. La verdad, es más bonito recordar lo que hacías cuando cayó Constantinopla.
Yo quería asomarme a ese suceso, la madre de todas las caídas, que me conmueve desde que leí de muy joven por primera vez El ángel sombrío, de Mika Waltari, la gran novela del asedio, como me conmueven todos los finales y derrotas. Tiene algo la caída de la ciudad marchita, el último bastión de un mundo en decadencia, de ritos dorados, de dinastías añejas (Comnenos, Cantacucenos, Paleólogos), de borceguíes púrpura, iconos y cánticos entre mosaicos y columnas de pórfido, que te envuelve en una nube de melancolía y pesar. Como si aquello hubiera sido algo personal. Es decir Constantinopla y pensar en su fin y quedarte a la vez embelesado y afligido, extático, turulato.
Me encontré así un día la semana pasada a la orilla del Bósforo, a un lado Asia, al otro Europa, y yo en frente en Estambul. Chillaban las gaviotas en un cielo gris de una tristeza infinita, rielaba espeso el mar de Mármara y se elevaban como espectros sobre las cúpulas otomanas los dedos pálidos de los minaretes. Me sentía el alma como si se me escurriera. Viajaba yo cargado con las voces de tantos amigos que parecía una caravana veneciana: Waltari (que es mucho más que Sinuhé el egipcio), Pierre Loti, Lord Byron, Gibbon (el gran escriba de las decadencias y caídas), Runciman, Graves, Norwich..., incluso con las cuatro palabras de Paddy Leigh Fermor, que fue llegar aquí, al final de su viaje y quedarse casi mudo, el tío, y mira que era elocuente, y que había materia. También llevaba poesía. Yeats (Sailing to Byzantium, "That is no country for old men"), Henrik Nordbrandt... No es recomendable leer poesía cuando estás en modo romántico y lúgubre en Estambul, te puedes tirar al Bósforo. Yo casi me fundo al leer en Santa Sofía, donde se refugiaron los supervivientes para ser masacrados (como el cónsul catalán) o esclavizados entre el flamígero fulgor de la ciudad en llamas, aquellos versos de Nordbrandt: “Nuestro amor es como Bizancio/ tuvo que haber sido/ la última noche. /Tuvo que haber habido me imagino/ un resplandor en los rostros/ parecido al que tiene tu cara/ cuando te echas el pelo para atrás/ y me miras”.
Pero no todo era nostalgia, con eminente espíritu práctico y para redondear bibliografía, le había pedido al historiador Roger Crowley que me pasara unas someras instrucciones para echar una ojeada in situ a la caída de Constantinopla, el fin de aquel mundo y el símbolo del fin de todos los mundos. Crowley, autor de la espléndida y vívida (como todos sus libros) Constantinopla 1453, el último gran asedio (Ático de los Libros, 2015) me recomendó ir a las grandes murallas terrestres, donde se produjo el gran, apocalíptico asalto final. Esas murallas son una estructura impresionante, el sistema defensivo más poderoso de la Edad Media. Van del mar de Mármara al Cuerno de Oro a lo largo de casi seis kilómetros. El núcleo principal es la muralla doble de Teodosio, erigida en el siglo V. Yo, claro quería ir a los puntos más calientes del asedio, a ver si se notaba aún algo. Así que tomé un taxi y para allí que me fui.
Resultó que el conductor no hablaba mucho inglés y que la erudita información de Crowley no la hubiera descifrado ni el conde Belisario así que ni te digo un taxista turco acostumbrado a que le pidan ir a un espectáculo de danza del vientre. Acabamos recorriendo de un lado a otro la muralla a ver si me sonaba algún sitio, lo que era difícil porque está todo muy cambiado desde que atacaron los turcos, y además llovía. Yo trataba de hacerle entender al chófer que buscaba la zona cero del asalto mimando la batalla y representando ora al ejército de Mehmed avanzando ora al del basileius Constantino XI Dragases Paleólogo peleando desesperadamente sobre la muralla, con el propio emperador arremangándose y a su lado el valiente (aunque no del todo) Giustiniani. De repente al taxista se le iluminó la mirada. Me guiñó un ojo y condujo hasta un descampado —para mi alarma: empecé a pensar en El expreso de medianoche y en la violación de Lawrence de Arabia en Deraa— y me dejó en un edificio moderno con el cartel "Panorama 1453". Resultó ser un museo de exaltación nacional consagrado a mostrar una reproducción inmersiva a tamaño natural y 360º del momento final del asedio.
Al salir había caído la noche, así que pasamos a toda velocidad en el taxi ante las puertas de la muralla real, y yo suspiré al ver la de San Romano, Topkapi (no confundir con el palacio), “la puerta del cañón”, porque es donde concentró sus disparos la monstruosa bombarda del artillero de Mehmed, Orban, y donde la tradición quiere que el emperador Constantino muriese peleando tras despojarse de sus insignias; la Puerta del Asalto (Hücum Kapisi), donde se produjo la brecha decisiva, la de Carisio o Edirnekapi, por la que entró Mehmed triunfalmente tras la caída de la ciudad... Con tantas puertas no es raro que al final los defensores se dejaran una abierta por descuido: la legendaria puerta del Circo o Kerkoporta, por la que se perdió la ciudad.
Dormí mal, enfebrecido. Porque sabía que me esperaba una cita la mañana siguiente, de nuevo en las murallas.Constantinopla está especialmente relacionada con los ángeles. Ni siquiera los turcos taparon los que hay representados en Santa Sofía. Una leyenda aseguraba que si algún invasor atravesaba las murallas sería detenido y expulsado al llegar a la vieja columna de Constantino por un ángel vengador. Mika Waltari inventó su propio ángel en El ángel sombrío, Juan Angelos, el misterioso protagonista, que arriba a la Constantinopla asediada cuatro meses antes de su caída. Angelos, que halla un inesperado y malhadado amor en la ciudad condenada, sigue una visión, la de que se encontrará con el ángel de la muerte en la Puerta de San Romano. Yo me fui a la Puerta Dorada, el tramo de la muralla conocido como el Castillo de las siete torres, Yedikule, donde el mito dice que descansa el último emperador esperando para volver un día como un rey Arturo bizantino y descabezado (Mehmet hizo decapitar su cadáver). Cuando el taxi paró, corrí hacia la alta puerta bajo el arco y las torres, por el lado de dentro de la muralla. Como saliendo de la nada, se me interpuso un policía turco con maneras de jenízaro y armado con un fusil de asalto y me gritó algo que no entendí. "Dice que está cerrado", tradujo desde el coche el taxista. El militar me dejó acercarme. Me asomé a un boquete en la puerta y eché un largo vistazo, mientras el ángel sombrío musitaba a mi oído las desesperanzadas palabras que había ido a buscar. Nada permanece.
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