Bergia y otros trovadores de la resistencia
El éxito de los jóvenes cantautores reactiva a la generación que los antecedió
No cabía un alma el jueves pasado en el Libertad 8 para escuchar las nuevas canciones de Javier Bergia. Hablamos de un templo tan mítico como angosto, de acuerdo, pero el trovador madrileño, que emprendió andadura artística en el ya lejano 1985, llevaba un lustro largo sin repertorio nuevo y su público se lanzó sobre Divina comedia, la nueva colección, con un entusiasmo rayano con la voracidad. ¿Resurgir? Puede que sí, y las segundas juventudes ilusionan más si coinciden con las 60 primaveras, una de esas edades en las que, como diría el poeta, queda ya muy claro que la vida iba en serio.
No es Javier el único consagrado de la poesía con música que reverdece en las calles de esta santa ciudad. Ismael Serrano (veterano joven del 74) ha llenado en dos ocasiones este año el WiZink. Víctor Manuel (madrileño de adopción) y Javier Álvarez (madrileño de geografía inabarcable) han publicado sus primeros discos en una década. Pedro Guerra ha reinventado y reverdecido, también con escala en el número 8 de la calle Libertad, aquellas celebradas Golosinas con que el mundo le descubrió en 1995. Y así, tanto otro. Los trienios son un grado siempre; este año, también para el arte de trovar.
Los quebrantos macroeconómicos en estos últimos lustros de pesadilla alentaron seguramente el vuelo de ese nuevo ramillete de poetas que, guitarra en ristre, han proliferado en carteles, programaciones y hasta suspiros y estanterías literarias. Rozalén ha conquistado una inaudita ubicuidad —enriquecida ahora con un bonito libro, Cerrando puntos suspensivos— sin renunciar a historias sobre la guerra civil, los años de plomo de ETA o los conflictos familiares en torno a un padre que abandonó el sacerdocio.
Este Javier recién sexagenario coquetea con la ranchera en la desternillante Benidorm o saca punta malévola a las amistades femeninas con final descalabrado (Homicidio, Diosa vanidosa)
Marwan ha explotado su sangre palestina para dar voz a los débiles y oprimidos. El Kanka es luminoso desparpajo andaluz al que no se le advierten límites y Luis Ramiro, la sicalipsis con deje de San Cristóbal de los Ángeles. Añadan a Jorge Marazu, Txetxu Altube, Alejandro Martínez, Andrés Suárez, Patricio o El Niño de la Hipoteca, por no hacer la lista eterna, y resultará evidente que hoy este país no se agita solo al ritmo del reguetón o del niñerío de Operación Triunfo.
Un talante alegre
Serrano, que acaba de atreverse con un disco puro de guitarra y voz (Todavía), a la manera íntima de su adorado Silvio Rodríguez, reconocía hace poco admirar algo del “talante” de la generación más reciente. “Nosotros éramos más circunspectos en los comienzos, mientras que ellos quizá tengan una frescura y una alegría que acaban reflejándose tanto a la hora de componer como de afrontar sus conciertos”.
Otra cosa es si esta nueva hornada de cantautores no estará más interesada en la primera persona del singular que en la del plural, en lo que le concierne a su corazón (o sus tripas) frente a las cuestiones que atañen más a la colectividad. Pero la concordia entre ambas generaciones, al menos a ojos de terceros, es máxima. Pudo corroborarse en el apoteósico concierto de homenaje que se le tributó al convaleciente Luis Eduardo Aute el pasado 10 de diciembre, en un WiZink abarrotado. Por el fabuloso cancionero del autor de Al alba transitaron desde los muy ilustres que ya peinan canas (Sabina, Víctor y Ana, Silvio Rodríguez, Serrat, Rosa León) a los pipiolos (Marwan, Rozalén), la generación intermedia de los noventa (Drexler, Ismael Serrano) y hasta los admiradores colaterales, desde el flamenco (Mercé, Poveda) al antaño ídolo adolescente Dani Martín.
Bergia siempre ha tenido algo de nostálgico, pero también de polemista. Se sabe el eterno verso libre, el objeto de culto que goza de tanto admirador cualificado como del anonimato entre el gran público. Y no es cuestión de cambiar a estas alturas. “Quizá antes decía más barbaridades durante mis conciertos”, reflexiona, “pero tampoco me convence la idea de que ahora impongamos la prudencia a costa de una úlcera de estómago”. Por eso el disco que presentaba en la calle Libertad se alineaba en la vertiente más lúcida, mordaz, tierna, irónica y bufa de su producción. Este Javier recién sexagenario coquetea con la ranchera en la desternillante Benidorm, saca punta malévola a las amistades femeninas con final descalabrado (Homicidio, Diosa vanidosa), ejerce de jipjopero cómico (Biorap) y asume de mala gana la edad madura en la preciosa Palito de madera.
El paso del tiempo. Esa musa indeseada, ese regalo envenenado de los dioses. “La nostalgia puede ser preciosa, y hasta la palabra misma huele a otoño, pero el pasado solo sirve para los ratos tontos”, razonaba el inclasificable Javier Álvarez durante la preparación de 10, un disco breve, sencillo, sentido y autoexploratorio con el que el madrileño acaba de poner fin a nueve años de silencio. Y con un admirador acaso inesperado, Ramón Rodríguez (The New Raemon), ejerciendo de productor y casi de instigador. Otro ejemplo más de que la canción de autor ha alentado la química intergeneracional para situarse de nuevo en el fragor intenso de la batalla.
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