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Una casa de comidas como las de siempre

El cocinero de La Tasquita de Enfrente, Juanjo López Bednar, publica un libro donde exalta la tradición en los fogones

El cocinero Juanjo López Bednar, en la puerta de La Tasquita de Enfrente.
El cocinero Juanjo López Bednar, en la puerta de La Tasquita de Enfrente. ÁLVARO GARCÍA
Abraham Rivera

La calle de la Ballesta ya no es lo que era. Aunque si paseamos con algo de atención por muchos de los locales que jalonan sus aceras, a izquierda y derecha, es probable que podamos intuir un pasado más que glorioso. “Era otro barrio”, comenta Juanjo López Bedmar, responsable de La Tasquita de Enfrente, en el número seis, y testigo de excepción de sus últimas dos décadas. “Aún recuerdo cuando en la calle se arremolinaban 36 clubes de alterne. Eran establecimientos donde había orquestas y mucha gente famosa. Un verdadero sitio de ambiente, que tenía que haberse cuidado y mantenido por su imagen pintoresca”.

El cocinero madrileño acaba de publicar La sencilla desnudez (Montagud Editores), un libro donde deja por escrito su manera de entender la cocina, apegada al producto y alejada de cualquier tipo de estridencia. “Quería que fuera mucho más que un bonito recetario”, explica sobre este volumen, prologado por Risto Mejide y fotografiado por Mikel Ponce. “Somos testigos de cómo se están recuperando productos, platos y modelos de negocio. Pero siempre como un elemento de modernidad. Nadie se pregunta, en primer lugar, por qué se llegaron a perder. Y, en segundo, cual era su esencia”. Un pensamiento que hoy se ha convertido en tendencia, pero que a finales de los noventa, cuando comenzó a hacer bandera del recetario tradicional, no era tan bien entendido.

La Tasquita de Enfrente abrió en 1953, en un claro guiño a la Gran Tasca de Manolo, que tenía justo delante. Fue su padre, Serafín López, más conocido como Gaona por su parecido con un torero de la época, Rodolfo Gaona, el encargado de administrar un modesto restorán rendido a la cocina de siempre. “En La Tasquita, los pinchos de morcilla se llaman conferencias con Burgos, como detallan las rupestres pinturas murales, y la especialidad de la casa son las patatas a lo pobre”, recordaba Moncho Alpuente en 1985. Fue la edad dorada de casas de comidas como El Bocho, Casa Felix, Trabuco, La Cresta o Casa Perico, hoy único superviviente, junto a La Tasquita, del brillante pasado mesonero de la zona.

“No reniego de ser casa de comidas, porque creo que han desaparecido todas”, apunta orgulloso. “Yo como aquí todos los días. Pruebo todo. Me parece que es parte de este oficio, de esa tradición tabernaria que debemos alimentar y mantener”. Bedmar cogió el negocio familiar en 1998, un año después de que su padre falleciera, sin ningún tipo de formación al frente de los fogones. Antes había sido director general de una importante compañía de seguros. “Los inicios fueron duros, tenía un cocinero y yo me encargaba de la sala”, evoca. “Había muchas jornadas en las que no entraba nadie”. A esos días los llama cariñosamente: “el día de la humildad”.

Ahora vive uno de sus mejores momentos, con el local repleto día si, día también. “La gente sabe que todo lo que sea producto aquí lo va a encontrar”, declara sobre un género con nombre y apellidos, el de cada proveedor al que trata con mimo. Todo ello elaborado de la forma más sencilla posible, como el carabinero, que se prepara en papillote a 180 grados durante seis minutos; o el percebe, que recibe una fritura de solo tres segundos. Sin dejar de lado el recetario de toda la vida. Es el caso de los callos Gaona, en honor a su padre; las sopas de ajo o la raya a la mantequilla negra, que homenajea a aquella que se podía disfrutar en La Gastroteca de Stephane y Arturo. “Tenemos poco apego al terruño”, lamenta. “Despreciamos todo aquello que nos representa y adoptamos lo que viene de fuera con los brazos abiertos. Hemos olvidado que la tradición también es una forma de viajar en el tiempo y la memoria”.

El mensaje de Bedmar muestra un profundo respeto por la historia y la cocina que nuestras abuelas nos han legado. Sin embargo, se resigna ante el futuro que nos espera. “Llegará un día que no sepamos lo que es un cocido, una olla podrida o unos andrajos. Todo ello se irá perdiendo. Los estudiantes piensan que las lentejas son un género menor”, describe dolido para volver a pontificar sobre los templos gastronómicos que hoy día aguantan en Madrid. En ese momento, se viene arriba y pondera sin miramientos las virtudes de Sacha, de su buen amigo Sacha Hormaechea, o del mítico Casa Lucio de la Cava Baja. “A Lucio se le debía de premiar y dar en vida todo lo que se merece. Quizás hay gente que no valorará sus platos, pero un huevo frito bien hecho, con patatas y jamón, me parece un manjar”.

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Sobre la firma

Abraham Rivera
Escribe desde 2015 para EL PAÍS sobre gastronomía, buen beber, música y cultura. Antes ha sido comisario de diversos festivales, entre ellos Electrónica en Abril para La Casa Encendida, y ha colaborado con Museo Reina Sofía, CA2M y Matadero. También ha presentado el programa Retromanía, en Radio 3, durante una década.

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