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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cataluña, la Cuba interior

Cuando por doquier han aparecido ciudadanos asustados que no se preguntan cuánto tienen, sino quiénes son, el miedo españolista a la pérdida de su esencia ha aparecido de nuevo

Joan Esculies
Fidel Castro con José María Aznar y Juan Carlos I, en 1999 en Cuba.
Fidel Castro con José María Aznar y Juan Carlos I, en 1999 en Cuba.GORKA LEJARCEGI

El españolismo nació en Cuba durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878) y se extendió por la isla a través de la red de casinos españoles. Como ha explicado Enric Ucelay-Da Cal los españolistas, también llamados ‘incondicionales’ por ser incondicionalmente españoles y considerar, claro está, que Cuba era España, se identificaban como los luchadores contra el separatismo cubano liderado entonces por Céspedes. Después de años de sucesivos conflictos, como es sabido, en 1898 España perdió la Gran Antilla y en la metrópoli quedó la profunda huella de un trauma y de una humillación.

Cuba no solamente alumbró el imaginario del españolismo sino que influyó en el incipiente nacionalismo catalán de doble manera. Por un lado contribuyó a que jóvenes como Prat de la Riba y Cambó decidieran dar el salto a la política para intervenir en los asuntos de Estado y cambiar el rumbo del Imperio cercenado. Por otro, des de los centros catalanes isleños se trasladó el efluvio de un republicanismo separatista que en tierra firme atrajo a un sector muy minoritario del catalanismo, que incluso copió del modelo cubano el diseño para su bandera de combate, la estelada.

Perdida la Isla militares curtidos en ultramar retornaron o llegaron a la península —porque muchos habían nacido fuera— y comenzaron a resarcir su orgullo herido enfrentándose sobre todo a un separatismo catalán (e incipiente vasco) prácticamente, por minoritario, inexistente. Se dibujó Cataluña como una ‘segunda Cuba’ y para justificar su actuación se tiñó, sin que fuese real, todo lo catalanista de separatista. Cualquier manifestación de catalanismo era susceptible de ser perseguida desde Capitanía General.

Al amparo de ésta —lo detallé en la Revista de Catalunya en 2015—, un procurador procesado por delitos de estafa Jaime Bordas, presidente de la efímera organización Liga Patriótica Española, presentó a finales de 1918 una denuncia que no fue admitida a trámite por rebelión, sedición y desorden público en la sala criminal del Tribunal Supremo contra los ministros Cambó y Ventosa Calvell, y el presidente de la Mancomunitat, Josep Puig i Cadafalch, por elaborar un Estatuto de Autonomía para Cataluña. ¿Les recuerda esta música a algo?

Los jóvenes encapuchados y las declaraciones eslovenas hacen que muchos crean a los portavoces españolistas

Como cuenta Xavier Casals en su estudio dedicado al ‘partido militar de Barcelona’ el intervencionismo político del Ejército derivó en 1923 en el golpe de Primo de Rivera. La visión de ese militarismo contra los ‘enemigos interiores’, acompañado de la acusación a la clase política de no haber evitado la pérdida de Cuba y de la concepción que el gobierno había claudicado sin luchar, la asumió Franco años después. En resumen: lo que había pasado con la Gran Antilla no debía suceder de nuevo.

Saltemos en el tiempo. Cuando en el año 2000 la mayoría absoluta liberó a José María Aznar del constreñimiento de la legislatura anterior y sus pactos con CiU y PNV la Aznaridad, tal como la definió Vázquez Montalbán, llegó a su apogeo. La violencia de ETA, que fue un magno problema policial pero nunca un peligro para la integridad territorial española, permitió su asimilación con el conjunto del nacionalismo vasco y a través de la lucha antiterrorista galvanizó un españolismo de viejo cuño vestido de un tergiversado patriotismo constitucional.

Tras unos años de andadura de la España salida de la Transición, esa primera Aznaridad fue el prolegómeno local de los temores que azotan hoy a las sociedades occidentales. El repliegue identitario actual causado por el miedo a la diferencia llegó a nuestro país casi veinte años antes. También en ese lapso se sembró la semilla de lo que después eclosionaría como el procés —que en síntesis no es más que el pánico de una parte importante del catalanismo a ser borrado del mapa.

Como cabía esperar cuando por doquier han aparecido ciudadanos asustados que no se preguntan cuanto tienen —porque ya saben que la crisis económica diezmó sus bolsillos y sus expectativas— sino quienes son, el miedo españolista a la pérdida de su esencia —básicamente una concepción territorial— ha aparecido de nuevo. Se trata de una segunda Aznaridad en ciernes que tiene ahora en Cataluña su Cuba interior para cimentar una identidad española mediante la oposición a los nuevos violentos.

Los jóvenes nihilistas encapuchados —¿por qué menguaron cuando se prometía la Arcadia catalana feliz?—, las declaraciones eslovenas, un gobierno catalán ausente y la ficción mediática que dibuja a unos catalanes-españoles totalmente desamparados contribuyen a que sean muchos quiénes puedan creer el discurso desbocado de los portavoces del españolismo incondicional actual.

El mismo panorama irreal que se proyectaba a principios de siglo veinte cuando la militarada se rasgaba las vestiduras ante cualquier ofrenda floral inofensiva se ha dibujado ahora ante la reunión Sánchez-Torra. Como bien le han titulado a Aznar, El futuro es hoy, pero sus argumentos, amplificados por su trio de mariachis son del siglo XIX. Feliz Navidad.

 Joan Esculies es escritor e historiador.

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