Elogio de la madrastra
A Carmena la quisieron de rehén y, como sabe ajedrez, al final se ha quedado como reina
Manuel Carmena las mata callando. Acostumbrada a las leyes, y por tanto a dudar de la eficacia de las palabras absolutas, tomó las riendas de un ayuntamiento que no se atrevía a nada y decidió desafiar hasta aquello que parecía más abstracto, la soledad.
Hecha en una época en la que por la palabra solidaridad te disparaban en la nuca, sabía de la ciudad como si fuera un conjunto de personas, y en las escalinatas pobres de sus juzgados vio subir y bajar a pordioseros que tenían su dignidad limpia o mancillada, pero humana al fin.
Ella aprendió a abrazar la realidad, hasta mancharse. No podía ser madre de todos, eso es imposible, no hay corazón para tanta gente, pero ha logrado ser una gran madrastra, en su sonrisa a veces dificultada por la extrañeza (esa nariz que se le tuerce: todo no le puede parecer bien) hay algo siempre que es a la vez un guiño de afecto y una advertencia: por todo no puedo pasar, parece decir también esa nariz torcida.
Al final de esa carrera urbana en la que escuchó desconsideración y burlas, hasta que ya no le pudo toser ni quien hubiera querido ser árbitro de su partido, aceptó el reto de renovar. Y, en medio de los ruidos de la Gran Vía y los ecos de su lucha contra los cien años de soledad que vive el centro de las Españas, Carmena decidió volver a representar a los que la quieran para ser de nuevo la alcaldesa de la bicicleta y de los restantes pedales, la maestra en el arte de juzgar también a los que la hubieran querido debajo de la alfombra, llena de ditirambos pero fuera de la alcaldía.
Los suyos, los que han trabajado con ella y quieren seguir haciéndolo, se desayunaron de pronto con el dictado de que eran rebajados del escalafón a golpe de hachas de lealtad. Y se revolvieron. Hicieron lo que Ganivet dejó escrito que hay que hacer: cuando los de abajo se mueven los de arriban se caen. En este momento el partido que quiso hacer del ayuntamiento su bandera mayor ha puesto en los pies de la alcaldesa una cáscara de plátano extremadamente grosera, y ella se la ha quitado como una maestra (o como una madrastra) de esgrima: en dos palabras que habrán sonado a música de las tinieblas a los que creen que tienen el mango y la sartén a la vez.
La quisieron rehén, y como sabe ajedrez y juegos de tronos y de los otros, al final se ha querido como reina de la claridad de la Villa y Corte. Los que han querido derribarla le han colocado un pedestal. Y harán bien en irse en silencio los que la vejaron diciendo que la querían.
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