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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Constitución que nunca se renovó

El gran problema del articulado ha sido el modo en que ha sido gestionado. Y ahora crujen sus costuras

Josep Ramoneda
Visitantes en el Valle de los Caídos.
Visitantes en el Valle de los Caídos.julián rojas

El embrollo en torno a la tumba de Franco y el Valle de los Caídos ha coincidido con el inicio del ciclo conmemorativo del 40 aniversario de la Constitución. La consigna oficial es que toca cantar las alabanzas de la Constitución como ritual de exorcismo en tiempos en que se multiplican las voces republicanas y en que se vive la larga resaca del único desafío realmente subversivo —en el sentido de cambio estructural del Estado— que ha vivido este país desde 1978. Que a estas alturas el Valle de los Caídos siga ejerciendo de memorial del dictador y funcione como un feudo intocable del nacional-catolicismo nos recuerda que no es oro todo lo que reluce en la historia del más largo período constitucional de España.

Por haber vivido aquellos años, me es muy difícil hacer un juicio terminante sobre el proceso constituyente y su resultado. ¿Era posible una Constitución mejor? No podemos sustraernos a la realidad. No hubo ruptura, hubo una transición de un régimen fascista a un régimen democrático. Liderada por un rey nombrado por el dictador, como él mismo me dijo, visitando una exposición en el CCCB, ante un retrato de Franco: “Este me nombró, ¿qué tengo que hacer, negarlo? Si todo el mundo lo sabe”. Puede que reconocer lo evidente fue lo que permitió a Juan Carlos I jugar el papel de buen traidor. Nunca sabremos el valor real del ruido de sables que acompañó y condicionó el proceso. Las instituciones: ejército, fuerzas de seguridad, justicia, cuerpos del Estado, corporaciones diversas, eran las del franquismo y nunca fueron radicalmente reformadas. Con todos ellos y con un poder económico, en su mayoría perfectamente adaptado al Estado, se tuvo que pactar el cambio, a través de una nueva generación de políticos surgidos del régimen, la vieja guardia franquista y los dirigentes del antifranquismo.

El 40 aniversario llega con la cuestión territorial abierta, con la monarquía en cuestión y con un protagonismo inesperado del poder judicial

Desde los años sesenta España vivía en una doble realidad. Una superestructura cerrada, dónde vivían instalados los poderes franquistas y su aparato ideológico de referencia, la jerarquía eclesiástica, cada vez más alejada de amplios sectores ciudadanos que, sobre todo en las grandes ciudades, estaban en el aprendizaje de la modernidad. Poco a poco, se impuso como superego colectivo el tabú de la guerra civil: nunca, jamás, base de la consigna de reconciliación nacional que el PC lanzó antes que nadie. Pero estos imperativos también se negocian y ahí hubo un precio explícito —la amnistía para todos: resistentes y verdugos— y un precio implícito —la desmemoria, que sigue vigente, con una derecha que con este joven levantisco llamado Pablo Casado, sigue siendo incapaz de condenar al fascismo, y con la Iglesia católica manteniéndose como protectora del cadáver de Franco, a pesar de los altísimos costes que ha tenido para ella su complicidad con el franquismo, hasta el punto que España es uno de los países más laicos del mundo.

Probablemente, el texto constitucional no podía ser mucho mejor que el que salió. El gran problema de la Constitución ha sido el modo en que ha sido gestionada. La incapacidad de los gobiernos y de las distintas mayorías que se han sucedido para reformarla antes de que los problemas estallaran, al tiempo que se iba haciendo más restrictiva su interpretación. Y ahora crujen sus costuras.

La Transición termina con la victoria del PSOE en 1982 y el posterior ingreso en la Unión Europea. Los socialistas llegaron al poder con una autoridad electoral y moral sin precedentes. Optó por dar prioridad al asentamiento del régimen, por delante de la construcción de la cultura democrática que el país no tenía. Así se construyó el nuevo entramado institucional y corporativo, lastrado por un error que viene del inicio de la Transición: la tardía regulación de la financiación de los partidos, puerta por la que la corrupción se incrustó en el sistema. Cuando Aznar unificó la derecha, PSOE y PP, en alianza corporativa a pesar de sus peleas, pasaron a compartir el poder en exclusiva. La crisis de 2008 sacó a los ciudadanos de la indiferencia y a partir de 2011 el régimen bipartidista quedó en evidencia. Sus gestores son los que han puesto en la picota la Constitución de 1978. No quisieron o no supieron desarrollarla para hacerla más inclusiva. Y así el 40 aniversario llega con la cuestión territorial abierta, con la monarquía en cuestión, con un protagonismo inesperado del poder judicial y con el triste estreno de un artículo diseñado para la excepción: el 155.

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