Luto, ira y rabia por un museo
El histórico Nacional de Río, referente reducido a cenizas como la ciudad, es metáfora amarga del presente del Brasil
Luto por un museo. Rabia, ira, cólera. Así está Brasil tras la devastación por el fuego del Museo Nacional de Río de Janeiro. Un luto indignado congrega a tantas personas aterrorizadas por la pérdida —para siempre, no habrá restauración que valga— de un patrimonio cultural y de memoria sin sustitución posible. Mensaje del músico Josep Manuel Berenguer desde Porto Alegre: “Toda una metáfora… El hombre que puso al Brasil contemporáneo en el mapa, también el cultural, en la cárcel y, en el gobierno, el ladrón que dilapida el país vendiéndolo a los EUA”. Mi amigo no ha dicho nada más desde entonces. Los brasileños que se concentran airados ante la carcasa del edificio, lo único que queda, viven en su propia piel lo que el panorama pone en escena sin paliativos: si el patrimonio de la historia cultural puede ser destruido en un incendio de seis horas —seis—, ¿qué indica sobre el presente?
Los museos nacionales públicos son fruto de la historia del poder, en su creación y desde entonces. Piense usted en cualquiera de ellos, en Europa y en América, y advertirá que su nacimiento e historia van en paralelo a la historia política e institucional del país. El patrón se adapta hoy a museos en lugares donde no los ha habido hasta hace poco, ya sea Israel, Corea del Norte o los Emiratos Árabes Unidos y Catar. El Museo Nacional brasileño, la institución académica más antigua del Brasil, una referencia en América Latina, fue creado en 1818 y ha sido arrasado dos siglos después con precisión hasta en el año. Lo fundó el emperador Juan VI en el palacio de San Cristóbal, residencia de la familia imperial portuguesa, en la zona norte de Río. Detrás tenía desde 1950 otro museo, el campo de fútbol de Maracaná, modernizado hace cuatro años con un presupuesto de 260 millones de euros. El Museo Nacional estaba con presupuesto risible: 20.000 euros este año para enero-junio.
En el edificio se firmó la independencia del Brasil en 1822, una efeméride que vaya usted a saber cómo será recordada, y dónde, dentro de cuatro años. Allí fueron recibidos en 1900, tras la apertura del museo al público, Marie Curie, Albert Einstein y el pionero de la aviación brasileña Alberto Santos-Dumont entre otras personalidades. En efecto: los museos nacionales de solera no estaban en su origen abiertos al público, concepto este, el público, en realidad reciente, del siglo XX. Eran la sede de las colecciones reales, cuando la monarquía era el régimen dominante en Europa y sus colonias americanas, y la corte la sola beneficiaria del museo.
La construcción de la identidad colectiva que todo museo nacional promueve partía de la naturaleza. La colección no se basó tanto en las artes plásticas como en las ciencias naturales, antropología, paleontología y arqueología. Con la unión de Pedro I de Brasil y la archiduquesa Leopoldina de Austria, en 1817, llegaron naturalistas clave del siglo XIX a trabajar para el museo a partir del año siguiente, cuando se creó. Otros investigadores europeos contribuían a la colección con ejemplares botánicos como resultado de sus expediciones a Brasil. Leopoldina llegaría a ser regente del país, la primera emperatriz consorte y durante dos meses reina de Portugal en 1826. Leo que fue muy querida por los brasileños, que lloraron la muerte de “La paladina de la independencia” por su apoyo a la causa. Hoy lloran al museo.
La dirección había logrado este junio que, por fin, el gobierno accediera a modernizar el equipo antiincendios. Costaría 21,6 millones de reales, unos 4,5 millones de euros. Demasiado tarde. Cuenta el The New York Times que, entre 2013 y 2017, la financiación federal del Museo Nacional cayó en cerca de un tercio, a 134.000 euros. Los recortes fueron especialmente agudos este año: solo 20.440 euros en el primer semestre. A finales de año, una plaga de termitas casi se come el dinosaurio Maxakalisaurus. Pudo reabrir la sala gracias a donaciones particulares. Recibió el doble de lo que pedía.
Hoy, el museo ha quedado “como la ciudad, reducida a cenizas”, se duele un estudiante durante la protesta aludiendo a la deuda y la crisis de violencia, los dos puntales del dinero público. Un estudio del propio gobierno, raro en estos temas, cifra el coste de la violencia entre 1996 y 2005 en unos 1.679 billones de euros. Hay para llorar, sí. No me sentía tan mal por la destrucción de la memoria y la belleza que no he visto (no he estado nunca en Brasil) desde la destrucción en 2003 de los budas de Bamiyán.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.
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