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Tetilla

El autor descubre su predilección por el queso e indaga sobre su relación con las teorías freudianas

J. F. H.

Quizá la vida misma no sea más que el oscilante antojo de un queso de tetilla o quizá simplemente, no completé mi formación en pecho. Descubro que hay momentos en que me quedo mirando al vacío y se materializa en las pupilas el discreto encanto de un queso de tetilla: su delicada forma (que un gringo confundiría con un Kiss de chocolate Hershey), el discreto baño de cera que hay que pelar como si fuera la piel de una pera y la tierna consistencia del manjar que se disuelve en el paladar con ecos vacunos de paisajes publicitarios.

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He viajado al otro lado del mundo con un tetilla envuelto entre los calcetines de la maleta, confiado en que las bajas temperaturas de la panza del avión evitan su disolución y llegué a México para convertir ese manjar en quesadilla y derretir una de sus lonjas en un sopa azteca. También pensé llevarlo a bordo de la nave y cimbrar de envidia a los demás pasajeros, mientras ellos aliviaban su tedio y angustias con cacachuetes, yo iría saboreando el divino placer de ese queso gallego tan moldeable y feliz, tan etéreo y esotérico que hasta parece adrenalina de meiga, anatomía perfecta de una musa de bolsillo que va susurrando leyendas antiguas por cada una de las papilas gustativas hasta dejarte mareado con fabulosas narraciones que hablan de un mundo donde todos los duendes portan un gorro tipo tetilla y la realidad misma se cubre con esa capa de cera que hay que cortar con esmero para no mancillar la pulpa suave de la tetilla que viajaba en la panza de un inmenso avión para subrayar el sentido del viaje mismo: vine a México para ver a mi madre e impartir un taller de cuentos.

Edipo sabrá mejor que yo qué raro atavismo de los afectos, en estos tiempos tan políticamente correctos, impide la comprensión total de la teoría freudiana, pero algo tiene de sustento y alivio, placebo y placer, viajar con un queso de tetilla hasta las faldas entrañables de la casa de mi madre, la contemplación fugaz de las musas y el calor de la Ciudad de México tan diferente al calorón de Madrid, a donde pienso volver en breve no sólo para comprar otra dotación del manjar de leche y sueño en forma de discreto seno sustancial, sino también para imprimir los cuentos que impartí en el taller con el necio afán de amamantar la imaginación y seguir prendado al ensueño de soñar párrafos como si fueran quesos deliciosos, derretidos en el plato limpio de la memoria.

 

Jorge F. Hernández

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