Hacer tribu, en vez de república
Creyéndose vanguardia de lo mejor, la democracia, el independentismo se ha situado en vanguardia de lo peor, el tribalismo
No es mala la idea de hacer república. El problema es saber qué república hacemos. Las hay autoritarias y democráticas: ¿Erdogan o Macron? Monárquicas y republicanas: ¿Francia o Alemania? No todo se reduce a la oposición entre monarquía y república e, incluso a veces, esta oposición sirve más para enturbiar que para aclarar. ¿Preferimos la república de la Federación Rusa o la monarquía española?
Hacer república es una de las tareas más democráticas que pueda haber. De hecho, no hay democracia seria sin república. En Cataluña y en el conjunto de España. Incluso se puede hacer república en una monarquía, especialmente si el monarca es el representante constitucional del Estado sin ningún poder, sea rey como en España o presidente como en Alemania o Italia.
Una monarquía constitucional que funcione más o menos bien, como la británica, es lo más cerca de una república que puede haber. También vale para España. Aquí tenemos, por mucho que desagrade al republicanismo de opereta, lo más parecido a un rey republicano. En cambio, una república sin división de poderes, sin Estado de derecho, regida por la unilateralidad y el capricho de sus dirigentes, que no rinden cuentas, es lo más parecido a una monarquía calificable de despótica.
La república salida de las leyes antiestatutarias del 6 y 8 de septiembre y del ejercicio fraudulento del derecho autoarrogado de autodeterminación los días 1 octubre y 27 de septiembre tiene todo el perfume de este tipo de monarquía despótica. El denostado Felipe VI que apela al imperio de las leyes en lugar del imperio de los hombres, al equilibrio de poderes y a la virtud cívica que pone a los gobernantes al servicio de las leyes y no las leyes al servicio de los gobernantes, es un ejemplo de monarca republicano. Como el admiradísimo presidente legítimo en el exilio, Carles Puigdemont, con su vigilancia sobre el Gobierno catalán, sus exigencias de unilateralidad y ruptura, es lo más parecido a un monarca huido y destronado, caudillo carlista y populista, enemigo jurado de la república y de la democracia constitucional.
El republicanismo está de horas bajas, todo hay que decirlo. Lo que está de moda es hacer comunidad, hacer tribu, con chamanes y caudillos, en lugar de construir Estados que garanticen los derechos y libertades de todos, en condiciones de igualdad y justicia. El mundo se ha tribalizado. Se ha tribalizado la política interior de los países, con la fragmentación de los espacios políticos, con la polarización, con la ocupación sectaria de los medios de comunicación públicos y con la incapacidad de diálogo e interacción entre ideologías y partidos. Y se ha tribalizado incluso la política internacional, como muy bien ha explicado Amy Chua en su libro Political tribes. Group instinct and the fate of nations (Penguin Random House).
El movimiento independentista decía y creía que estaba construyendo una república y en los hechos estaba construyendo una tribu. En lugar de encontrarse al final del proceso con una república unida de catalanes libres, iguales y autogobernados, se ha encontrado con una Cataluña dividida al menos en dos tribus, cada una con un territorio, una lengua, unos caudillos y unos símbolos, sobre el papel propios de una nación, cada uno la suya, pero en los hechos expresiones de la tribu: una, la falsa república catalana, amarilla y estelada, monolingüe en catalán, antiespañola y antimonárquica; la otra la mala broma del separatismo antagonístico de Tabarnia, rojigualda y naranja, monolingüe en castellano, anticatalana y antiindependentista, y ambas forzando a los excluidos a definirse e incorporarse a las respectivas danzas guerreras alrededor de la hoguera.
El caso del tribalismo catalán es mucho más grave que el de todos los demás que hemos conocido. En primer lugar porque, creyéndonos vanguardia de lo mejor, la democracia, nos hemos situado a la vanguardia de lo peor, el tribalismo. En segundo lugar hemos abandonado un proyecto de integración nacional exitoso, el catalán, dentro de la Constitución española, en favor de una quimera de división tribal que nos hace más débiles al conjunto de los catalanes, dentro de España y de Europa. En tercer lugar, porque las responsabilidades de los catalanes nacionalistas, por muchas excusas que se busquen, son las más destacadas y graves: las tribus no han surgido de la nada o de la malevolencia de la derecha española, sino de la visión tribal de la nación que ha logrado imponer una parte importante del nacionalismo.
La manía autoexculpatoria, autoindulgente e incluso autocompasiva que se ha instalado entre nosotros lleva a menudo a confundir los efectos con las causas. El paisaje tribal que ahora encontramos ha sido trabajado a conciencia y desde hace años por parte del núcleo oculto de un nacionalismo que ha acabado haciéndose etnicista y supremacista, monolingüe y antiespañol, incansable cultivador de un inexplicable sentimiento de superioridad.
Este tribalismo larvado, que Quim Torra representa tan bien, es el que ha generado por reacción una tribu de características similares pero de signo opuesto, hasta situar como primer partido catalán a Ciudadanos, efecto y no causa de todos los males que los independentistas denuncian en el partido de Inés Arrimadas. Todo esto no hubiera pasado si el republicanismo hubiera sido auténtico y no de atrezzo. Todavía tendríamos nación, ahora ya en peligro de extinción, en lugar de la Cataluña tribal en la que nos tocará vivir en los próximos años.
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