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Rock / Egon Soda
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Esos benditos bichos raros

El sexteto catalán vuelve a dar pruebas, con El Sol abarrotado, de que son un tesoro que no se parece a nadie

Los seis miembros de Egon Soda.
Los seis miembros de Egon Soda. LAS COLECCIONISTAS

Definitivamente, no hay otro grupo sobre nuestros escenarios como Egon Soda. A la altura de su cuarto disco, ese El rojo y el negro que presentaban este sábado en una repleta sala El Sol, queda claro que no son una superbanda circunstancial ni un pasatiempo para ratos muertos, sino los muy hirsutos dueños de un discurso singularísimo. Puede que no resulten musicalmente insuperables, pero sí inconfundibles. Y eso ya concede unos cuantos cuerpos de ventaja en las abigarradas filas del indie.

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Anduvo un poco dubitativo en la inaugural Lucha de clases el gigante Ricky Falkner, el primero en la nómina de tipos peculiares con su arrastrada voz de lobezno. Los nervios humanizan a los jefes de filas y corroboran que el sexteto catalán se toma muy en serio su cometido como rockeros instruidos, cualificados, ideologizados y culturetas. Ninguno es ya un chaval; ninguno, por fortuna, se resigna a la medianía. A título de ejemplo: elegir para una canción de amor el lema “Yo soy tu sílaba” les delata como versos libres. Como benditos bichos raros.

Les sucedía algo parecido a los teloneros, los madrileños Laredo, que acaban de estrenarse con el álbum El miedo y la verdad’: tampoco quieren pasar por otra banda anónima más y apuestan por letras en castellano bien sugerentes, aunque en su caso más evocadoras que manieristas. Su líder, Manu Piñón, parece algún integrante de Poco en los años de Rose of cimarron con ese estilismo de bigote, rizos alborotados y camisa a cuadros. Y esas reminiscencias al rock yanqui, más cerca de la costa oeste que de la pradera, le sientan de maravilla a un quinteto que también puede traernos a la memoria al barcelonés The New Raemon.

Los cabezas de cartel, por su parte, fueron afianzando el discurso durante una velada en la que tuvieron no solo que combatir las incertidumbres de los estrenos, sino las ya tradicionales interferencias de los locuaces. “Llegará un momento en que no os dejaré hablar”, avisó Falkner con una sorna que los sordos siguieron desoyendo. Pero tienen demasiadas cosas que contar los Egon Soda como para achantarse ante las groserías. Cualquiera que lea las kilométricas letras de Ferran Pontón, prodigios de observador cultivado, lo comprenderá.

Puede que ni Pontón ni sus compañeros superen aquel monumental El hambre, el enfado y la respuesta (2013), un doble álbum tan abrumador y excitante que aún hoy sigue prevaleciendo en el repertorio. Pero El rojo y el negro sabe aunar la fe en el mensaje con un espíritu musical más desenfadado y hasta bailable, como avalaron el desparpajo de Nuevos horizontes, Glasnost o Espíritu de la Transición. Matanza incluso se atreve a hurgar en la herencia de Santana, un territorio por el que también ha merodeado Xoel López. La excepción desdichada la representa Corre, hijo de puta, corre, que parece una mala broma machirula en una noche en que se nos fue la mano con el licor. Una gracieta que pretende resultar transgresora, pero solo genera rubor. O sea, que no tiene puta gracia.

Contextualicemos el borrón: hablamos de un grupazo de altos vuelos, apuntalado por el aullido de los teclados de Charlie Bautista y con una solvencia tal que Suite #7 podía recordar en su éxtasis al final de aquel Fool’s overture de Supertramp. Una formación tan seria que avisa de su desapego por los bises, ese paripé institucionalizado. Que consigue el mayor índice de adhesiones con una pieza titulada Escápula, realmente ardorosa. Son, a fe que sí, otra cosa. Y bien que se agradece.

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