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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La historiografía catalana y el matiz ausente

La única ventaja para un historiador en los márgenes es que agudiza la sensibilidad hacia aquellos problemas que las interpretaciones hegemónicas explicaron mal

Josep Maria Fradera
Les Cortes de Cádiz.
Les Cortes de Cádiz.

En un reciente artículo, el profesor Francesc de Carreras, reputado especialista en derecho constitucional, se permite afirmar que la “mayoría de historiadores catalanes renunciaron a serlo para convertirse en historiadores nacionalistas, es decir, falsos historiadores, en realidad poetas”. No me parece acertado discutir si los historiadores nacionalistas son más o menos en la profesión, tampoco ofrecer una cansina defensa gremial. Me interesa discutir, en todo caso, sobre ideas y sobre elecciones interpretativas, individuales al fin. 

El nacionalismo historiográfico parte de la presuposición de solapamiento entre la historia de la sociedad y el desarrollo de la nación, de sus precedentes, su eclosión y sus crisis. Esta identificación tan estrecha no impone de necesidad una visión acrítica, ni impone de necesidad una visión de éxito o fracaso, como la historia europea de los años treinta mostró de forma dramática. Lo decisivo no es esto, lo crucial es la centralidad del objeto inevitable de interrogación: Cataluña, España, Francia, Alemania y los ejemplos que quieran añadirse. Entidades todas ellas que se interpretan en proceso inevitable de eclosión en la fórmula del estado-nación. Interpretada esta secuencia desde los casos de fracaso, la no formalización de la plenitud deseada —el de los catalanes— se organizará para lamentarlo, para establecer sus causas. Cuando aquella ecuación estado-nación cuaja —en España—, ello se da por supuesto y, en consecuencia, las resistencias en sentido contrario figuran como anomalías que no merecen evaluación y ponderación relevante. En los dos casos la elección epistemológica es idéntica. El proceso deviene natural más que histórico. Si otros no lo ven así, peor para ellos.

El caso de las Cortes de Cádiz y de Agustín Argüelles, citado por el profesor Carreras, es ejemplar en este sentido. Salvando el caso de los afrancesados de convicción y los que se pasaron de bando (el propio monarca), parte del país se levantó en nombre de la nación. Lo mismo hicieron los “españoles americanos”. Solo que Argüelles y buena parte de los liberales españoles, encarrilaron el proceso constituyente de modo tan sesgado y excluyente que los americanos se sintieron tan maltratados que se marcharon para buscar otros protectores. En paralelo, el mismo Argüelles y los suyos eliminaron de los censos electorales a todos aquellos individuos libres con sangre africana en sus venas (las 'castas pardas'), la clave para la subordinación electoral de los americanos. De nuevo en 1837, cuando se apruebe una nueva constitución, Argüelles logrará expulsar a los ultramarinos de la misma, reeditando el procedimiento napoleónico de 1799 de separar a las colonias de la ciudadanía y la representación en la Francia metropolitana (y así restablecer la esclavitud). De esta forma, antillanos y filipinos se encontrarán sometidos a la soberanía española pero impedidos de gozar de los beneficios que la Constitución garantizaba a los demás. Como explicó el historiador Enric Ucelay Da-Cal, el nacionalismo español tomó consistencia de verdad en el pleito insoluble con los cubanos, cuando aquellos reclamaron una solución integradora a la canadiense que no prosperó. Mientras, la ciudadanía universal no llegaría en realidad hasta la Segunda República, ciento veinte años desde el momento gaditano. Antes, los derechos de ciudadanía consistieron en una magra (pero decisiva) participación política y en obligaciones penosas para la mayoría. Como en tantas partes, ni más ni menos.

Estas cuestiones han sido discutidas en los últimos veinte años por la comunidad de historiadores desde puntos muy diversos y sensibilidades distintas. Quizás la única ventaja para un historiador en los márgenes, sean los que sean, es que agudiza la sensibilidad hacia aquellos problemas que las interpretaciones hegemónicas, que tienden a obviar el conflicto y las contradicciones de la formación(es) nacional(es), explicaron mal o soslayaron del todo. Para las historiografías nacional/istas catalana y española los episodios citados anteriormente no son gratos.

<CS8.7>Para la española, la secesión de los americanos y la exclusión de los coloniales después son jalones casi inadvertidos de la formación nacional; para el nacionalismo historiográfico catalán son un factor incómodo porque muestran la participación de los propios en la construcción nacional española. El guión que da forma a la narración que ambos avalan ya ha sido previamente escrito. En definitiva: el acto de voluntad que funde la legitimidad de la nación con sus antecedentes, ordenado el proceso de forma que aquel final sea el deseado y no otro. Por el camino, la compleja interacción entre las sociedades peninsulares y las que dan sentido a un ámbito inmenso de proyección sobre otros continentes desaparece sin remedio. Y al final, lo que queda es algo muy útil para celebraciones y congresos de postín, muy del gusto del sistema político y de las instituciones que de él dependen. 

Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

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