La fuerza del derecho
La autocrítica independentista debe consistir en decir que han menospreciado al Derecho, no al Estado
Durante estos momentos, tan peligrosos, de rabia y frustración separatista, en artículos, declaraciones y tertulias se escucha con frecuencia una autocrítica al procésque, a mi modo de ver, es falsa: “El error ha sido que Cataluña ha menospreciado la fuerza del Estado”.
¿Por qué falsa? Porque se emplea el término Estado en un sentido predemocrático, en el sentido de fuerza bruta, no sometida a la ley. Se pretende decir como excusa: “Nosotros, pobrecitos, desde una autonomía indefensa, no podemos hacer frente a un Estado poderoso, dotado de ejército, de importantes fuerzas de seguridad, de altos funcionarios muy experimentados y, sobre todo, de jueces y tribunales de los que nosotros carecemos”. El Estado es una fuerza potentísima, las autonomías son enanitos, estaditos de la señorita Pepys.
¿Esto es así? Como siempre, algo de razón tienen los que se equivocan. Pero tienen poca y, como añadía mi inteligente amigo Víctor Reina, la poca que tienen no es aplicable a este caso. En efecto, en tiempos anteriores a la democracia aunque fueran tiempos liberales, pongamos como ejemplo la España de la Restauración, había un núcleo de poder, residente en el monarca, que era invulnerable a la democracia, a la voluntad del pueblo porque sólo expresaba la voluntad del Rey.
Las leyes de entonces, es decir, la voluntad del pueblo expresada por sus representantes, tenían un ámbito regulador en el cual la libertad del Parlamento no tenía más límites que la Constitución y, aún esta, como no tenía el carácter normativo de las actuales democracias constitucionales, era interpretada para su desarrollo legal por el mismo legislador que aprobaba las leyes sin el actual control de los tribunales constitucionales. Por tanto, la ley podía vulnerar la Constitución al no haber ningún control judicial de la misma. En este sistema el Rey conservaba ciertos poderes exclusivos que le convertían en pieza esencial del sistema político y administrativo.
Hoy esto no es así. Ni mucho menos. El Rey no tiene poder político alguno, ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial, ni de ningún otro tipo, y todos estos poderes, que residen en órganos concretos —las cámaras parlamentarias, los gobiernos, las administraciones públicas, los ayuntamientos y los mismos jueces y magistrados— están sometidos a la Constitución, cuyo máximo intérprete es el Tribunal Constitucional.
Por ello, en las democracias constitucionales, la famosa soberanía entendida como poder supremo e ilimitado, reside en el pueblo y éste la ejerce mediante el acto constituyente, es decir, mediante la elaboración y aprobación de una Constitución y, si es el caso, de su reforma. Este contrato entre ciudadanos que es una Constitución se perpetúa en el tiempo porque en el mismo texto constitucional se incluye el procedimiento de reforma, con lo cual la soberanía siempre sigue residiendo en el pueblo.
Así, hoy en día, en una democracia constitucional, la Constitución es la ley suprema, producto del poder constituyente del pueblo, que crea un Estado de acuerdo con algunos principios básicos: la separación de poderes, el principio de legalidad (hoy en día, de constitucionalidad), la democracia representativa, los valores de libertad, igualdad, solidaridad y pluralismo político, así como la garantía de los derechos fundamentales.
Este último principio, la garantía de los derechos fundamentales, no es sólo, como los demás, un componente estructural básico del Estado, sino su auténtica finalidad, en definitiva, su justificación. Sin esa necesidad de garantizar los derechos, en realidad de hacer que los principios de libertad e igualdad entre personas sean efectivos en la práctica, el Estado y el Derecho no serían necesarios. Como dijo James Madison en El Federalista: “Si los hombres fueran ángeles, el Estado no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control al Estado, externo o interno, sería necesario”.
Pero no es así, los seres humanos no son ángeles, tienen intereses y ambiciones que chocan entre sí y deben regularse, conforme a criterios de justicia, estas luchas y enfrentamientos. Para ello primero se inventó el nudo poder en las autocracia, después vinieron los poderes compartidos entre pueblo y rey en las democracias liberales, en la fase actual la democracia se ha perfeccionado mediante la juridificación total del Estado.
Por tanto, volviendo al principio del artículo, la autocrítica independentista debe consistir en decir que han menospreciado al Derecho no al Estado porque la fuerza del Estado no es la fuerza bruta de antes sino la fuerza del Derecho, el Derecho democrático, naturalmente.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.