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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El método Trump

El independentismo viajó metido en una burbuja que le hizo creer que el Estado estaba debilitado y desconcertado y que tenía al alcance de su mano tumbarlo: se estrelló

Josep Ramoneda
Mariano Rajoy, en el Congreso, el miércoles.
Mariano Rajoy, en el Congreso, el miércoles.Juan Carlos Hidalgo (EFE)

Especular políticamente con el impacto emocional que determinados acontecimientos pueden tener sobre la población es una de las definiciones de populismo. Si además se lleva hasta al terreno legislativo, ya pasamos de la demagogia al uso abusivo e irresponsable del poder Es exactamente lo que el PP acaba de hacer, por partida doble. Primero, aprovechando la indignación por el brutal asesinato de Diana Quer. Después, jugando con los resentimientos acumulados por una parte de su electorado con el proceso secesionista catalán. Montándose obscenamente sobre una campaña promovida por padres de víctimas de execrables crímenes, el PP propone mantener la prisión permanente revisable, ampliando los casos y reforzando las condiciones. Deseoso de demostrar mano dura con el independentismo, ante la fuga de votantes atraídos por el discurso intransigente de Ciudadanos, el PP propone que los delitos de rebelión y secesión no sean susceptibles de ser indultados. Es decir, cierra vías de reconciliación. Al tiempo que se lanza a la caza de delitos de odio, esta insoportable figura penal contra la libertad de expresión. Azote de populistas, antes de acusar a los demás, el PP tendría que mirarse en el espejo.

En pleno desconcierto desde el 27 de octubre, con las relaciones personales muy tocadas por la desbandada -Puigdemont se fue y Junqueras se enteró por los medios de comunicación- el independentismo no está sabiendo gestionar el regalo que le llego el 21-D en forma de mayoría parlamentaria. Su estrategia se había estrellado contra el muro del Estado, pero el voto ciudadano le ofreció una oportunidad de recuperar las instituciones y recomponer sus planes desde el gobierno. Por mucho que se reniegue del poder autonómico, más vale tener éste que ninguno. Pero encallado en un largo proceso de elaboración del duelo por la perdido (y por lo no ganado), que Puigdemont hace girar en torno a su persona, no acaba de aterrizar. En la espera, el gobierno español, doblemente desbordado, por los tribunales y por Ciudadanos, sólo pone piedras en el camino. ¿Quiere realmente el PP una cierta recuperación de una normalidad -inevitablemente precaria, en tanto que expuesta a sobresaltos judiciales permanentes- o prefiere seguir en la confrontación abierta, manteniendo al independentismo como chivo expiatorio de todos sus males y como tapadera de sus fracasos?

¿Cuál es la obligación de un gobierno: encauzar los conflictos o buscar la revancha? Un PP debilitado parece haber optado por el método Trump: la venganza como horizonte supremo. El resultado de Cataluña le coloca en una posición tremendamente incómoda: alardea de haber frenado al independentismo pero ha perdido los pocos apoyos que ya tenía entre los catalanes. Por más que Rajoy se esfuerce en presentarse como campeón de la dureza -"destituir a un gobierno elegido democráticamente es muy duro"- los enfurecidos confían más en Ciudadanos. Por mucho que se esfuerce en cantar victoria, todo el mundo sabe que la vuelta de tuerca (al independentismo y a las reglas del juego) la han dado los tribunales. Las malas vibraciones por lo ocurrido -con fracasos espectaculares como el 1 de Octubre-; la debilidad mostrada al ser incapaz de encauzar la cuestión independentista en cinco años; y la constatación de que el independentismo sigue ahí, generan un resentimiento que sale por los poros.

El pensamiento ilusorio va por barrios. El independentismo viajó metido en una burbuja que le hizo creer que el Estado estaba debilitado y desconcertado y que tenía al alcance de su mano tumbarlo: se estrelló. El gobierno, rodeado de un entorno mediático unánime, demasiado unánime, se creyó, primero, que el independentismo se hundiría sólo y, después, que en unas elecciones bajo tutela, con el mando soberanista dispersado entre el extranjero y la cárcel, los catalanes atemorizados le darían la espalda y triunfaría el constitucionalismo. Y perdió. Esta es la realidad. El independentismo está tocado pero representa a dos millones de personas y puede gobernar, si no se pierde en sus ritos y en la falta de autoridad para acallar los gritos de traición. Y el PP debe superar el espíritu vengativo, por más que el fantasma de Ciudadanos pisándole los talones le saque de quicio. Unos y otros tienen que asumir un tiempo nuevo. Y es obligación del más fuerte aportar distensión. Y del PSOE demostrar que todavía existe, que es capaz de vida propia y de no ser cómplice de la regresión del Estado.

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