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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La huida

Nadie se atreve a decirle a Puigdemont que no, admiten los políticos independentistas que discrepan de sus ofensivas porque nadie quiere pasar por traidor

Josep Cuní
Carles Puigdemont.
Carles Puigdemont.THIERRY ROGE (AFP)

El catalán es un fugitivo. Josep Pla lo justifica describiendo que “a veces huye de sí mismo o hacia dentro de sí mismo. Huye hacia otras culturas, se extranjeriza, se destruye; huye intelectual y moralmente. Unas veces parece cobarde y otras un sombrío orgulloso. Unas veces parece sufrir de manía persecutoria y otras de chulería. Todo son aspectos de hombre que huye”. Aspectos que conforman “la psicología de nuestra alma colectiva” que el escritor basó en dos dramas superpuestos: miedo de ser nosotros mismos pero sin poder dejar de ser lo que somos. “Un dualismo irreductible, doloroso, lacerante, enfermizo”.

Y en esta dualidad parece que seguimos sesenta años después de plasmarse la radiografía. Debatiendo sobre un futuro tan incierto como temible y tan dudoso como definitorio. Y hablando con naturalidad, a favor o en contra, de la posibilidad de una doble investidura que nos traería un doble gobierno como si esto fuera lo normal. Y no lo es. Sabemos sobradamente que no lo es. Por supuesto que la réplica a esta obviedad es que la situación tampoco responde a normalidad alguna. Y es cierto. La diferencia es que el momento atípico actual es novedoso en la medida que fue buscado, provocado. Ni nació por generación espontánea ni se nos presentó como un alien inesperado. No.

Conviene no olvidar que esta situación es el resultado de comportamientos políticos fruto de una serie de despropósitos acumulados. De una permanente huída hacia adelante amparada en una errónea lectura de la realidad social, por un lado, y atizada, por el otro, por una negativa constante a ofrecer alternativa alguna que derivó después en una contundente acción judicial. No hace falta rememorar datos y hechos ni insistir en que unos se lanzaron a una aventura sin prever todos sus riesgos hasta convertirla en un juego imparable de ingenuidad, obstinación e insensatez. Vale, de acuerdo. Y los otros se recrearon en el ninguneo, la ridiculización y la apatía hasta reconducir su incapacidad a los juzgados. Sí, aceptado. Incluso los terceros, intentado caminar entre las trincheras entonces sólo insinuadas, dejaron de actuar con la eficacia imprescindible para evitar el fuego cruzado bajo el que cayeron. Por eso su condición de víctimas no les alivia su parte alícuota de responsabilidad.

Aquí ya no queda nadie inocente, señores y señoras. Pasen y verán que todo esto está en la memoria colectiva. Borremos de nuestro disco duro algunos aspectos indeseados por ellos para que puedan seguir jugando a su conveniencia. Siguen haciéndonos trampas. Escuchando sus relatos contrapuestos, uno tiene la sensación que seleccionan los capítulos que más les interesan de su misma novela como si no hubiéramos sido nosotros los protagonistas. Como si no supiéramos que la complejidad de la trama tarde o temprano hará ininteligible la narración. De ser así, al haber pasado por alto algunas páginas tan trascendentales como falsamente inocuas, será imposible atar los cabos, seguiremos perdidos en el laberinto y no alcanzaremos la puerta de salida.

Llegados a este punto y con el corazón en un puño no se trata ni de claudicar ni de imponer. Ni de resistir ni de vencer. Se trata de reconducir para restituir, de releer para entender, de parar para pensar. Todos. Y dejar de jugar con las palabras poniendo adjetivos inadecuados y convirtiendo en sinónimos conceptos que no lo son. Un gobierno es bueno o malo, responsable o inepto, eficiente o inútil, incluso legítimo o no pero se supone que siempre ha de ser efectivo porque de lo contrario sería inexistente o nulo. A lo sumo, estéril.

Un gobierno no es un objeto decorativo ni un artilugio inadaptado. Como un parlamento no puede ser la suma de diputados incapaces de decidir por sí mismos si sus jefes de filas no se lo señalan. Ni los partidos una agrupación de personas que veneran a su líder en público mientras le critican en privado. Sí, lo sé, es parte intrínseca a nuestro carácter que “no tiene el inconsciente sano, normal, abierto”, según Pla. Pero cuando parecía que el tiempo y sus nuevas circunstancias habrían modulado una manera de pensar y, especialmente, de actuar, nos vemos abocados a repetir nuestros errores aún recubriéndolos momentáneamente de épica.

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Nadie se atreve a decirle a Puigdemont que no, admiten los políticos independentistas que discrepan de sus ofensivas porque nadie quiere pasar por traidor. Y mientras la posición del candidato es tan lógica como comprensible política y humanamente, el seguidismo que hace el sector del independentismo crítico es tan reverencial como impropio del siglo XXI. En esto parece que consiste su ideal. “En hacerse totas las ilusiones posibles y no creerse ninguna”, como sentencia Josep Pla quien concluye. Decepcionante, deprimente, pero, ¡qué le vamos a hacer!

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