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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y, enfrente, el vacío

En la voluntad de demostrar su invulnerabilidad, el Estado despliega la interpretación más autoritaria de sus leyes

Josep Ramoneda

“No sólo está encallado el procés, está atascado un Estado preso de sus inercias ideológicas e institucionales”. Lo escribe José Antonio Pérez Tapias. En estos días en que el gobierno y su entorno mediático acogen con triunfalismo el mensaje filtrado de la impotencia de Carles Puigdemont, estas palabras apuntan a una tarea imprescindible: visualizar el deterioro que la dinámica acción-reacción ha dejado en el escenario político y social. El solo enunciado de este deber democrático saca los colores a la oposición. ¿Dónde está? ¿Qué espera? Pedro Sánchez cada vez es más transparente. No se le ve —ni se le oye— cuando habla. Y del ovillo de Podemos no ha salido un tejido, sino un sinfín de pequeñas muestras que no encuentran la manera de armar un patchwork.

Vivimos tiempos raros en que las verdades solo emergen por accidente. Pero este juego entre lo que se piensa y lo que se está dispuesto a decir, que viene lastrando el proceso desde antes del referéndum hasta llevarle al descarrilamiento, se repite al otro lado. Que el conflicto se haya planteado en blanco o negro y, por tanto, en términos de vencedores y vencidos no quiere decir que las cosas sean tan simples. Que la lucha ideológica no haya ido más allá de todos los tópicos sobre los nacionalismos asesinos —olvidando, con suma ignorancia, que todos los Estados europeos son fruto de largos procesos de construcción nacional y que los grandes crímenes los han cometido los nacionalismos con Estado, estos que no quieren ver los que solo tienen ojos para las maldades de los nacionalismos sin Estado—, no excluye la responsabilidad de ir a las causas del problema y de reconocer los errores cometidos por unos y otros.

Asistimos ahora a dos ritos simultáneos: los cánticos de la victoria del nacionalismo español y el ritual de luto previo a la sustitución de Puigdemont por otro candidato. Sin duda, el triunfalismo de unos enciende los ánimos de los otros, y Puigdemont sigue encontrando gasolina en el gobierno español para alimentar su gripado motor. Pero pasado este momento, volveremos a la realidad: un escenario con algunos actores nuevos, pero con heridas profundas, viejas y nuevas tensiones, y un carrusel judicial que hará muy difícil la paz.

En esta situación, es imprescindible que la oposición salga de su letargo. Si se trata de entrar en una fase de reconciliación, hay que superar los límites de la vía estrictamente represiva a la que se ha confiado Rajoy en su indecisión permanente. Se necesita por tanto otra manera de hablar y de plantear las cosas. Y para ello lo primero es revitalizar la paralizada democracia española. No se legisla, no se debate, no se oyen propuestas ni proyectos, no hay otro horizonte que la apelación obsesiva al cumplimiento de la legalidad y al “no hay alternativa”, horizonte ideológico absoluto del rajoyismo. Cuando esto ocurre es que la política ha fallado. La negación sistemática de reconocimiento a un movimiento que representa a dos millones de personas ha llevado adonde estamos. El no, no suma. El Estado se ha agriado. En la voluntad de demostrar su invulnerabilidad ha desplegado la interpretación más autoritaria de sus leyes. Con los criterios actuales, el 15-M podría haber tenido consecuencias judiciales terribles. En Podemos deberían saberlo. Y están muy callados.

¿Cómo recuperar a una parte de la ciudadanía con sus líderes encarcelados o con problemas con la justicia? En lógica de razón de Estado la respuesta es clara: el miedo amansa. Pero, en democracia, también mancha al gobernante que abusa. Por eso en el extranjero no entienden la sustitución sistemática de la política por los tribunales. ¿Qué se necesita? Reconocimiento mutuo, señales evidentes de distensión (no es lo que vemos cuando el ministro Catalá anticipa decisiones de la justicia), sacar al parlamento de la parálisis, recuperar problemas capitales del país que se van pudriendo escondidos bajo la obsesión catalana, y autoridad para hacer aceptar al conjunto de los españoles decisiones integradoras no fáciles de entender. De lo contrario, en cualquier momento emergerá una realidad enfangada y abandonada por un gobierno que ha hecho del “monotema catalán” su tabla de salvación. Y ya aparecen algunos síntomas. Lo que en seis años no ha hecho Rajoy no lo va hacer ahora. El problema es que, enfrente, PSOE y Podemos no saben, no contestan.

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