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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más política y más ley

Echarse al monte es incompatible con abrirse a los flujos de la globalización o crecerse en el proceso europeo para influir y beneficiarse

Carles Puigdemont, en el Parlamento  de Dinamarca.
Carles Puigdemont, en el Parlamento de Dinamarca.Ricardo Ramírez (EFE)

Pase lo que pase estos días el impacto secesionista ya ha aproximado la sociedad catalana a un momento posliberal equivalente a una suma de confusiones entre política y Derecho, entre pluralidad y mayorías. Aunque luego se amparen en la Constitución —como hace Carles Puigdemont— para reclamar derechos sin asumir deberes, ante una apelación al acato de las normas constitucionales la respuesta independentista es que lo que hace falta es más política, como si invocar la ley no fuese parte del trato cívico. Llevamos demasiado tiempo descalificando a los jueces por cumplir con su deber o reclamando lealtades a una Cataluña que no ha existido, no existe o muy probablemente nunca existirá. Por otra parte, ¿cómo se puede hacer política —salvo la de la regresión iliberal— dejando en suspenso el cumplimiento de la ley? El turbo-secesionismo destruye capacidad política y consistencia legal. En el ultimato independentista han confluido mil factores y pocos carecen de contradicciones, muchas de ellas en las antípodas del liberalismo político que dio forma a las democracias de nuestro tiempo, poniendo el hecho ciudadano a salvo de las masas convocadas en la calle por el populismo y la demagogia.

Siendo la crisis económica de 2008 uno de los componentes reactivos del independentismo, la coincidencia entre la recuperación poscrisis y las consecuencias económicas generadas por el acelerón secesionista da un resultado catastrófico. Proclamada una república catalana que duró unos segundos, la seguridad jurídica necesaria para toda actividad económica, como por ejemplo la inversión, disminuyó de modo flagrante. Cunde el pesimismo y grandes bancos han ubicado su sede fiscal más allá del Ebro. Toda la estabilidad y el “win-win” que prometían los protagonistas del procés era, como mínimo, una ficción. La iniciativa privada sigue generando riqueza y trabajo pero a otro ritmo, con más ansiedad, con la percepción alarmante de inseguridad jurídica. Es una situación exótica después de que hace unos años Convergència quisiera dar un giro liberal. Desde entonces hasta el pacto con la CUP, la aceleración del sinsentido ha culminado con un expresidente errante por Europa, más ocupado en el maquillaje de su figura política que en contribuir a iniciativas inclusivas o a fomentar certidumbre para la economía. La desconfianza aumenta y, sin duda, eso no contribuye a las dinámicas económicas con las que Cataluña se logró convertir en una locomotora para España.

Si en los próximos días se dieran suficientes indicios para un cierto retorno a la cordura de la normalidad y al respeto a la ley, el riesgo económico seguirá existiendo porque cuando quieres ganarles ventaja a tus competidores te corresponde garantizar fases duraderas de estabilidad. De adentrarse en el momento posliberal, Cataluña perderá buena parte de las oportunidades para las que tanto ha invertido en capital humano, conocimiento y capacidad creativa. Hay que preguntarse si una sociedad puede dedicarse al optimismo económico cuando parte de su clase política no reconoce la ley. Toda la heterogeneidad propulsora de las start up —por ejemplo— es cuestionada por la ideología ilegalista del secesionismo, tanto como padece la heterogeneidad social en términos de convivencia razonable.

El extremismo secesionista ya se configura definitivamente como un propulsor de antipolítica, es decir, de no respeto institucional, de negación del pluralismo, tergiversación histórica y un sin sustento jurídico. ¿Es lo que quieren las clases medias seducidas por el independentismo o al final valorarán más la estabilidad y el crecimiento? Al fin y al cabo, el bullicio de la iniciativa privada es parte del bien común, mientras que la antipolítica niega la posibilidad de un bien común que coexista con los conflictos que son propios de las sociedades complejas, como Cataluña.

Echarse al monte es incompatible con abrirse a los flujos de la globalización o crecerse en el proceso europeo para influir y beneficiarse. Tanto como las aportaciones al registro de patentes, la densidad de sedes fiscales es indicativa de confianza y de futuro. El hecho de que más de tres mil empresas hayan trasladado su sede a otros puntos de España parece no importar a quienes proponen una Cataluña ensimismada como objetivo supremo. En el mejor de los casos, entraríamos en una lentísima reafirmación de la confianza económica pero habrá tenido un alto precio. Si se fuese capaz de articular una política de la razón, tal vez dejaríamos atrás el espejismo de una falsa comunidad que posterga el ejercicio individual de la libre elección.

Valentí Puig es escritor.

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