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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Salvemos Barcelona

El aislamiento que propugna el 'procés' va contra la naturaleza y la esencia de Barcelona, contra su espíritu y, también, contra su desarrollo

Rosa Cullell
Nueva sede de La Caixa en Valencia.
Nueva sede de La Caixa en Valencia.JOSÉ JORDAN (AFP)

Con el auge del patriotismo llorón y descontento, los barceloneses ya no nos atrevemos ni a ser quienes somos. Después de siglos de atraer emigrantes de toda España, de compartir lengua y cultura, no podemos sentirnos españoles. Ni un poquito. El expresidente autoexiliado en Bélgica piensa que tampoco debemos ser europeístas. Ni esta España ni esta Europa —dicen— son las nuestras, y, ya puestos, ni “estas” personas. Una joven airada me espetó hace unos días en las redes que si pensaba “así” —si no era independentista, claro— debía pasar a llamarme Rosa López. No me merezco, al parecer, tantas y catalanas “elles”.

No deja de preocuparme ese purismo racial de última hora, y ese creciente desprecio a la mestiza Barcelona frente a la pureza de otras esquinas del país, a la que toda Cataluña debe convertirse. Aquí, en mi ciudad, cualquier apellido era siempre bienvenido, cualquier idea, cualquier negocio. El aislamiento que propugna el procés va contra la naturaleza y la esencia de Barcelona, contra su espíritu y, también, contra su desarrollo. Y es, sobre todo, la gran metrópoli barcelonesa quien ya está sufriendo las heridas producidas por la división en que vivimos.

Mi tatarabuelo francés apareció en Barcelona con una tartana cargada de herramientas a mediados del siglo XIX. Se instaló en el Poble Nou, puso un taller de soldadura, empezó a hacer raíles para el ferrocarril y, como prosperó, se casó con “la chica más guapa de la Carretera de Sants”. Mis abuelos y bisabuelos fueron emprendedores, emigrantes llegados de todas partes, de Girona, de Aragón, de la Mancha, de Europa... Todos salieron adelante. En Barcelona y en las poblaciones que se fueron construyendo a su alrededor.

Desde los años sesenta, el área metropolitana empezó a convertirse en lo que hoy es; fueron desapareciendo algunas fábricas, aumentaron los apartamentos, los restaurantes y los turistas. En ese cinturón antaño industrial, el 58% de la población ha nacido en Cataluña, el 22% en el resto de España y el 19,2% en el extranjero. Barceloneses y cosmopolitas.

Nuestros antepasados se sintieron orgullosos de albergar las primeras Exposiciones Universales celebradas en España, en 1888 y 1929. Y, en 1992, el alcalde Pasqual Maragall organizó -—con el apoyo de Juan Antonio Samaranch y del Gobierno español— unos Juegos Olímpicos de ensueño. Aquel verano del 92, los catalanes fuimos felices. Caminábamos por las calles y por el mundo con una sonrisa de oreja a oreja; exportábamos alegría, optimismo, amistad para siempre con todos. Fuimos, de verdad, “un sol poble”. No solo queda poco de aquella universalidad positiva, sino que, en su 25º aniversario, nos la han querido ocultar; incluso la propia alcaldesa de la ciudad parecía poco entusiasmada. También, en estos extraños tiempos de renuncia al progreso y a la democracia común, está bien visto menospreciar la transición por la que los catalanes luchamos. Y la conquista de la autonomía un día no vale para nada y, al día siguiente, los mismos, lloran su pérdida porque llega el muy anunciado 155.

En este esquizofrénico proceso, quien sufre las consecuencias no es tanto Cataluña como Barcelona. Se nos quiere hacer creer que da igual que se vayan las sedes de 2.500 grandes empresas; que la pérdida de la Agencia Europea de Medicamentos es irrelevante y que no importa el parón de la inversión extranjera. Todo da igual, quizás porque el daño se sufre esencialmente aquí, en la metrópoli menos nacionalista, en Barcelona, motor del 70% de la riqueza de Cataluña. Cuando se dice que ha bajado un 5% el turismo, en realidad se está hablando de nuestra ciudad, y lo mismo ocurre con el comercio.

A los barceloneses les toca decidir qué es importante. A los partidos y a sus representantes, hablar claro. Ada Colau lleva algún tiempo jugando a la ambigüedad, gobernando en Sant Jaume con los socialistas y coqueteando con el independentismo en el Parlament. Pero el doble juego tiene un límite y puede acabar perjudicando a esta prodigiosa ciudad. Una alcaldesa de Barcelona debe mirar por el bien de los ciudadanos y no por fines ajenos. Los partidos y, sobre todo, los barceloneses, aún están a tiempo de salvar a la ciudad de la inestabilidad y del interminable camino sin salida que se vive hoy.

Rosa Cullell es periodista.

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