El ruido y la furia de la Cataluña de los mecenas
La fuerza social del soberanismo es la de Òmnium y ANC, dos asociaciones de orígenes distintos que protegen la hoja de ruta del proceso independentista
Joan Baptista Cendrós fue un hombre tan importante en Cataluña que se convirtió en un olor. Un olor muy intenso y mentolado. Era la fragancia de la crema Floïd, after shave que Cendrós ideó en la barbería que heredó de sus padres: la exportó a 50 países y le hizo millonario. Cendrós acogía en su casa a otros hombres ricos, amigos suyos, unidos por una voluntad exquisitamente revolucionaria. Uno de ellos era Fèlix Millet i Marista, un empresario que huyó a Italia para salvar su vida en la Guerra Civil y regresó para combatir en el bando franquista. Con ellos estaba otro patricio, Lluís Carulla, que usó su conocimiento de la botica familiar para crear, junto a su esposa María Font, Gallina D’Or, que luego rebautizó como Gallina Blanca antes de inventar Avecrem. Joan Vallvé fabricaba dinero, literalmente: su factoría en Poblenou acuñaba la peseta. El quinteto lo cerraba el industrial Pau Riera, hijo de Tecla Sala Miralpeix, una empresaria de vida extraordinaria que levantó su imperio textil en un mundo de mujeres empleadas y hombres directivos.
A todos les unía el catalanismo, su voluntad de desbordar la dictadura desde el único lugar donde empezaba a correr un poco de aire: la cultura. Eran, esencialmente, mecenas. Y crearon Òmnium en el año 1961. Le inyectaron dinero, muchísimo, para abrir terminales en toda Cataluña y fomentar la lengua y la cultura catalanas. Fuera de Òmnium esa burguesía intelectual, junto otros apellidos de fuste, fundó un universo propio sobre el que orbitaría la futura Cataluña: la Nova Cancó, los premios Sant Jordi y Carles Riba, la Gran Enciclopedia Catalana, el Instituto de Estudios Catalanes, el Orfeò, el Palau, el Liceu, Banca Catalana; estuvieron detrás de los inicios de Terenci Moix y de Raimon, entre otros. Intentaron que la Academia Sueca le diese el Nobel a Salvador Espriu. Hicieron también grandes tropelías; se adueñaron del espacio, y el dominio cultural que llegó hasta el pujolismo fue de tal asfixia que Cendrós le negó el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, también creado por él, al escritor catalán más importante del siglo XX, Josep Pla, alegando su implicación en el franquismo. Muchos años después, Fèlix Millet hijo hizo recuento de la élite: "Somos unas cuatrocientas personas, no seremos muchas más, pues nos encontramos en todas partes y somos siempre los mismos”.
La burguesía de Cendrós y Millet se propuso dar aire a la cultura en el franquismo después de que el catalanismo reapareciese públicamente gracias a dos escándalos. El primero fue el Caso Galinsoga, que estalló tras una misa en catalán por la que protestó el director de La Vanguardia Española, Luis Martínez de Galinsoga, al grito en sacristía de “todos los catalanes son una mierda”; la sociedad reaccionó con un boicot encabezado por unos muchachos católicos agrupados en Cristians Catalans: La Vanguardia perdió 20.000 suscriptores antes de que el conde de Godó despidiese a Galinsoga y fichase como nuevo director a Manuel Aznar, abuelo del expresidente de Gobierno.
Cristians volvió a ser noticia meses después durante el centenario del poeta Joan Maragall. En el Palau se había prohibido que el Orfeò terminase el acto con el Cant de la Senyera. Sin embarco, varios jóvenes se levantaron a cantarlo mientras tiraban octavillas contra el dictador que había escrito el líder de Cristians, un joven de treinta años llamado Jordi Pujol. El periodista José Antich, en su biografía de Pujol (El Virrey, Planeta), relata que Pujol pensó en salir del país tras enterarse de las primeras detenciones, pero en su camino se encontró a Marta Ferrusola: “Es el momento de quedarse. Cuando nos casamos me dijiste que Cataluña podría pasar por delante de nosotros. Pues bien, ahora es el momento. Yo estaré a tu lado en todo, pero es ahora cuando hemos de dar el do de pecho”. Pujol se enfrentó a un consejo de guerra, le condenaron a siete años de cárcel y cumplió tres. Era 1960. El resto es historia política de España, e historia judicial.
Con la promoción de Òmnium y numerosas editoriales y asociaciones dentro de Cataluña, el nacionalismo de izquierdas en el exilio empezó a sospechar de la imposición cultural conservadora que se estaba produciendo en su país. En un libro sobre la vida de Joan B. Cendrós (El cavaller Floïd, Proa), el escritor Genís Sinca relata las tensiones entre Tarradellas y el benefactor Cendrós en París a cuenta de la expansión de Òmnium. Cendrós estalla, tal y como recuerda Núria Escur en La Vanguardia: “El piso de París lo hemos abierto porque a mí me salió de los cojones. ¿Y sabe cuándo lo cerraremos? Cuando a mí me vuelva a salir de los cojones”.
Ahí estaba el poder de la sociedad civil, y su facilidad de infiltración en todos los ámbitos a través de la lengua y la cultura, representado en un gran empresario dispuesto a apostar su dinero por una causa. Es imposible no atender al proceso soberanista sin pararse en la implantación y poder de convocatoria de Òmnium, que tras un período de irrelevancia encontró en el asidero de la otra gran plataforma civil, la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC), su resurreción como poder de facto en la causa que resumió Cendrós antes de morir: “He estat feliç al meu país, perquè poder lluitar pel país propi és un plaer dels déus”. Lo hizo primero a través de Muriel Casals y ahora de Jordi Cuixart, que acaba de declarar como imputado por delito de sedición con Jordi Sánchez, dirigente de la ANC. Los dos encarnan, junto a un batiburrillo de asesores de opiniones inflamadas con acceso al Palau, la presión civil sobre la política, el músculo formidable del soberanismo en la calle que organiza junto a la izquierda republicana y anticapitalista la estrategia de movilizaciones.
El sueño de Cuixart (“sóc el fill d’una murciana, carnissera, i d’un badaloní, obrer de la Coguesa. Entre ells parlen en castellà però van decidir parlar català als seus fills”) siempre fue el de convertirse en un empresario de la patria a imitación de los cinco fundadores de Òmnium. Lo ha conseguido comprometiendo su libertad y la convivencia en Cataluña. Pero como Sànchez, se encuentra dispuesto a todo. Los dos saben que lo que está ocurriendo ahora es la plasmación de muchas pruebas fallidas. Jordi Sànchez procede de la Crida da Solidaritat, el primer gran ensayo del procés. Se creó en 1983 y un repaso a la hemeroteca de EL PAÍS deja constancia de la huella que el pasado tiene en el presente: en 1984 anunciaron acciones directas contra comercios que no catalanizasen sus rótulos con “inspecciones mensuales” para comprobar que se les hacía caso.
Detrás de la ANC está el espíritu inicial de la Crida y su capacidad de agitación. Si en los ochenta sacó a 12.000 personas a la calle, cientos de ellas con antorchas, para protestar por las denuncias de torturas policiales, en los últimos años ha organizado todo tipo de actos masivos por la Diada, desde la Vía hasta una cadena humana de 400 kilómetros por la independencia. En Barcelona estos días el sentir en muchos círculos es que la dirección del proceso soberanista no pertenece ya a ningún dirigente político y sí a la extraordinaria y ruidosa fuerza civil independentista, que vela por la ortodoxia de la hoja de ruta y no piensa en otra cosa que no sea la Declaración Unilateral de Independencia.
De la década de los 60 quedan muchas cosas en el escenario. Empezando por el reproche de Tarradellas a Pujol: “La gente se olvida de que en Cataluña gobierna la derecha; que hay una dictadura blanca muy peligrosa, que no fusila, que no mata, pero que dejará un lastre muy fuerte”. El hijo de Félix Millet i Maristany es uno de los símbolos de la corrupción de Cataluña: saqueó los fondos del Palau y organizó allí la boda de su hija cobrándole la mitad del dinero a la familia política mientras pagaba todo con dinero público. Joan Vallvé, hijo del industrial Vallvé que acuñaba moneda, fue conseller de Pujol y es vicepresidente de la entidad que fundó su padre, Òmnium.
Por su parte, el nieto del caballero de Floïd, Joan B. Cendrós, es David Madí, arquitecto del movimiento más convulso de la historia de la democracia española: el tránsito de CiU al independentismo y la ruptura de amarras con el Estado. Un movimiento que ha arrastrado consigo a muchas ideologías y sensibilidades, pero cuyos dirigentes más conspicuos, en la sombra y fuera de ella, coinciden en privado en el odio a España. Escenificado a veces de forma pública para espanto de propios y ajenos, como en este artículo de 2015 en El Punt Avui de Jordi Cabré. “Somos mejores (…) Y en el caso hipotético de que no lo fuésemos, sería un problema. Sería una vergüenza (…) Tenemos una densidad de genios por metro cuadrado infinitamente superior (…) Somos mejores, sí, o al menos tenemos el derecho de serlo”, escribe tras enumerar el desfile militar del 12 de octubre, el palco del Bernabéu, el “genocidio cultural” español o el AVE. Cabré fue director de promoción cultural de la Generalitat durante el mandato de Artur Mas.
Hubo un tiempo en que todos los hombres olían a Floïd. Sinca, autor de la biografía de Cendrós, contó el origen de la fragancia en el diario Ara. El padre de Cendrós iba a los Escolapios a cortarles el pelo gratis. Un día los religiosos le regalaron un ungüento de flores, hierbas, limón y alcohol que ellos usaban para todo, desde heridas hasta suavizar la piel después de afeitarse. Aquel regalo le hizo millonario, y Joan Baptista Cendrós, agradecido, dedicó buena parte de su dinero a las causas catalanistas. Había caído del cielo, y ya dijo antes de morir que luchar por su propio país es un placer de los dioses.
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