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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Y ahora qué?

La pérdida de autoridad de Rajoy en Cataluña es a todas luces inseparable de sus extraordinarias torpezas políticas y de su recurso final a la represión policial

Jordi Ibáñez Fanés
Rajoy comparece tras la jornada del 1 de octubre.
Rajoy comparece tras la jornada del 1 de octubre. Álvaro García

En la sociedad del espectáculo, quien controla la producción de imágenes controla el relato y produce la realidad. Ayer asistimos a una proliferación de imágenes más que útiles para la causa del independentismo, y devastadoras para el Gobierno de Rajoy. Los focos del mundo puestos sobre Cataluña no podían desaprovecharse. Se sabía que íbamos a esto, pero no se supo —o no se quiso— evitar. Pero antes de insistir en lo obvio y desolador, intentemos reflexionar sobre qué vendrá después y en cómo saldremos de esta, si es que es imaginable una salida que no sea la ruptura definitiva entre Cataluña y España.

El independentismo ha jugado a provocar ese punto de no retorno en el que salía ganando pasase lo que pasase, votando libremente o con la policía cargando e impidiendo el voto. Esa ha sido su apuesta histórica. Han sido tácticos y estrategas a un tiempo, y han logrado que el Gobierno entrase en su juego. Es ingenuo pensar que no estaba todo estudiado y previsto. ¿Puede imaginarse que los políticos que han apostado por esta estrategia podrán desempeñar algún papel en el futuro? Procesados o no, y más tarde o más temprano indultados y rehabilitados, sus figuras no serán devoradas por la ley. Al revés. Es de presumir que esta misma ley los convierta en mártires de su causa. Pero probablemente habrán perdido mucha capacidad de influencia mediática y ya no podrán ser reconocidos nunca más como líderes potenciales por la misma sociedad que han llevado hasta los confines del desastre civil. Ahora, lo que no podrán hacer nunca será rectificar. El independentismo ha llegado para quedarse, pero queda atrapado por la elocuente transparencia de sus objetivos. Solo puede esperarse que acabe venciendo, o que vaya retrocediendo lentamente. Muy lentamente.

¿Y el catalanismo? Se ha dicho que hay que quitarle al catalanismo la cáscara del nacionalismo. ¿Pero qué es semilla y qué es cáscara? Estos últimos años hemos asistido a la maniobra de renegar del nacionalismo, tan burgués y provinciano, en favor del independentismo y del soberanismo, tan modernos y globales. Debe percibirse toda la complejidad histórica de semejante maniobra, comprenderla más allá incluso de la rivalidad entre CiU y ERC. Y no hay que perder de vista tampoco la parte obvia de marketing que esta jugada conlleva. Pero una consecuencia clara es que el nacionalismo, al haber dado el paso hacia el soberanismo y el independentismo, fuese por convicción o por táctica, ya nunca podrá volver atrás. No lo podrá hacer ante sus seguidores, y tampoco ante el Estado. No podrá desprenderse de la sombra de la deslealtad ni de la incapacidad para refrenar su propia deriva rupturista, su calculado o melancólico cultivo de la paciencia a la espera de la independencia. Es difícil de imaginar algún lugar en el juego político para un nacionalismo por principio insaciable y para el que todo acuerdo será siempre provisional e insatisfactorio. Puede incluso pensarse que Rajoy se quedó quieto desde 2012 acaso con la idea de que ese nacionalismo se estrellaría en su fuga hacia adelante, acariciando la oportunidad histórica de acabar con él. Ahora vemos cuán peligrosa y equivocada ha sido esta jugada, suponiendo que realmente haya existido como tal. Al ignorar el pactismo, creció el rupturismo. Y creció su base social, muy movilizada, muy organizada.

Es previsible, pues, que el nacionalismo haya quedado para siempre superado por el independentismo. ¿Y ese hipotético catalanismo sin nacionalismo? Es difícil de imaginar el viejo catalanismo cultural y regionalista en la Cataluña de hoy. Eso lo supo ver bien el independentismo. En un mundo de identidades fluidas, el enganche se obtenía apelando a lo que une esas identidades, que está más en lo fluido que en ninguna identidad concreta. Lo que une entonces no es un origen, sino un proyecto. El Estado no ha sabido ofrecer un proyecto alternativo mínimamente ilusionante. La pérdida de autoridad del Gobierno de Rajoy en Cataluña es a todas luces inseparable de sus extraordinarias torpezas políticas y de su recurso final a la represión policial.

Ahora, si ese hipotético catalanismo sin ínfulas secesionistas pretende regresar al campo de la política, deberá emprender algo análogo a lo que hizo el nacionalismo mutándose en independentismo, pero en la otra dirección, y sin que esta otra dirección sea un objetivo primario, sino la consecuencia de una política más sofisticada, más matizada e inteligente, más integradora. Deberá saber reconducir esta fluidez hacia la unión —la española y la europea—, no hacia la segregación, no hacia la agitación permanente, no hacia la intoxicación y el odio. ¿Encontrará cauces para ello? ¿Sabremos recuperar el espíritu del 78 en lugar de denostar el régimen del 78? Esa posibilidad casi impensada ahora mismo puede ser para muchos ciudadanos de Cataluña lo único alentador —la única esperanza— en medio de la desolación de estos días.

Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

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