El problema es de Puigdemont
Los catalanes votan con regularidad en todas las elecciones previstas en las leyes, en las leyes democráticas, por supuesto
Uno de los grandes errores del actual catalanismo político es la creencia de que Cataluña y Barcelona son un país y una ciudad modernas, europeas y avanzadas, mientras que el resto de España, incluyendo Madrid, siguen siendo ejemplo de un atraso secular: económicamente improductivas, socialmente atrasadas e ideológicamente carcas.
Esto mismo pensaban los primeros catalanistas de fines del siglo XIX, en coincidencia, por cierto, con ciertos intelectuales españoles de aquella época, desde los escritores del 98 hasta los de la generación siguiente, la de Ortega y Azaña, críticos implacables todos ellos de la sociedad española de su época y del Estado de la Restauración. Vistas desde la perspectiva actual estas percepciones no parecen muy ajustadas a la realidad. La Restauración fue un período de crecimiento y prosperidad económica generalizada en España, incluida naturalmente Cataluña, y sobre todo fue un período de modernización de la sociedad españolas desde el punto de vista social y cultural.
El ejemplo más evidente de esto último fue la Institución Libre de Enseñanza, con todas sus ramificaciones culturales e influencias sociales a todos los niveles: en enseñanza primaria y secundaria, en la promoción de la mujer en la sociedad y en la mayoría de los campos de la enseñanza superior y del conocimiento científico. Allá por los años 30 del siglo pasado, la universidad de Madrid ofrecía un plantel de profesores de primera fila que si no hubiera sido por la diáspora que produjo la guerra civil y el sectarismo de los años de dictadura, hubieran elevado la cultura española a un primer nivel europeo.
Nada en Cataluña, ni por asomo, le era comparable. El Institut d'Estudis Catalans, de creación muy posterior a la Institución, quizás hubiera llegado con el tiempo a nivel parecido, aunque fuera un ente público, no una entidad privada surgida de la sociedad civil como la madrileña. Además, esta última era laica, nace precisamente cuando expulsan de la universidad pública, por motivos ideológicos y de conciencia, a quienes después la fundaron. Por tanto, todo ello desmiente el mito de un Madrid únicamente oficialista y retrógrado, con una sociedad controlada por el Rey la Corte, la Iglesia y el Ejército. La Institución Libre de Enseñanza era privada y laica, surgida y desarrollada en el interior de la sociedad civil y al margen y en contra de la Iglesia.
Ninguna institución cultural se le parecía en Barcelona hasta que desde Madrid, por impulso de la Lliga de Prat de la Riba y Cambó, este último gran partidario de un catalanismo influyente en la capital de España, se creó la Mancomunitat y, en su seno, el Institut. Pero con veinticinco años de retraso respecto a la Institución, el desfase era muy notable. No cabe duda que en este período Madrid fue culturalmente muy superior a Barcelona: ya entonces la supuesta superioridad catalana en este terreno era un mito.
Ahora bien, si hace un siglo y pico esto ya era así, sostenerlo en 1980, y mucho más todavía en 2017, es de carcajada. Cataluña y, en concreto, Barcelona, han sido y son sociedades avanzadas, pero España, y en concreto Madrid, no son un páramo económico y cultural, tal como aún sostienen algunos catalanes con complaciente autosatisfacción. Para ellos, Madrid es una capital provinciana, fruto del pasado militar y autoritario de Castilla, mientras Cataluña es un viejo país de raíces carolingias, entroncada desde siempre con la civilizada y tolerante Europa, con Barcelona como capital natural de los países mediterráneos.
Desde estas convicciones, desde ese poso tradicional del catalanismo político, el presidente Puigdemont ha pronunciado con toda seriedad en un acto institucional solemne, no en una declaración espontánea a los medios de comunicación, que España tiene "un problema con la democracia" porque no deja votar a los catalanes. Una frase sorprendente porque los catalanes votan con regularidad en todas las elecciones previstas en las leyes, en las leyes democráticas, por supuesto. Y España - el Estado español, ahora sí - tendría un problema con la democracia, una forma de decir que no se es demócrata, si incumpliera las leyes vigentes.
El problema, pues, no es de España sino de Puigdemont por su mal ejemplo al despreciar la ley, sea por ignorancia o mala fe, me da igual, con una actitud que desprestigia a esta Cataluña que se quiere europea y civilizada, que sabe bien que en un Estado de derecho, precisamente porque es de derecho, se confunden democracia y ley.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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