En calzoncillos a las cuatro de la madrugada, al parecer feliz
Retazos de una larga y asombrosa inmersión en el Sónar de Noche
Eran las cuatro de la madrugada, junto al sector de lavabos entre el Sónar Pub y el Sónar Car confluían, mezclándose ensordecedoramente, dos poderosas oleadas de sonido. Las surfeaba un tipo en calzoncillos, como lo oyen. Se había despojado de todo lo prescindible e incluso del decoro, pero era feliz, a lo suyo. Bailando lo imposible en zona muerta. A destacar que los gayumbos eran Hollister y no Tezenis, la firma patrocinadora. Eso es marcar... personalidad.
Muchas almas solitarias a esa hora, pero no en pena o en vilo, sino en puro éxtasis (¡). Arrobo máximo mostraba una joven que parecía descoyuntarse en un rincón del live de Lunice sin seguir para nada su electrónica quebradiza (tomo la expresión de un texto de presentación, a mí no se me ocurriría algo así y menos el término “dancefloor”).
De nuevo el Sónar te llena la cabeza (o lo que queda de ella tras la velada de seis horas –más allá de las cinco de la madrugada ya no sé qué pasaba, de hecho ni recuerdo si seguía allí-) de imágenes que se te almacenan no ya en la mente sino en el cerebro reptiliano. Había una chica que se hacía sitio en el conglomerado concierto de Moderat empleando un aro de hula hoop. Otra paseaba un gran loro de plástico. Un individuo clavado a Íñigo Montoya y con fijación por los anfibios se servía él mismo en una de las barras, cansado de la espera. Dos chicos se besaban revolcándose por el suelo: el mismo suelo que yo pisaba con aprensión de que se me pringaran las zapatillas (de marca) y en el que había visto arrojar la bilis a una francesa que, o está de moda llevar solo un sujetador de fantasía fucsia o había perdido la camisa.
Una chica se hacía sitio en el concierto de Moderat empleando un aro de hula hoop. Otra paseaba un gran loro de plástico.
A causa del calor tropical, tocarte casualmente con cualquiera (aunque fuera mona –ni te digo con el de los Hollister-) provocaba una sensación desagradable, gomosa. Moviéndote entre escenarios afrontabas largas caminatas entre cuerpos desconocidos que siempre parecían ir en dirección contraria, qué cosa. No conseguí encontrar el puesto de churros. Reinaba una sensación onírica, de irrealidad y abandono. El ambiente entre festivo, gamberro, asombrado y presagioso de la Isla de los Juegos de Pinocho. El presentimiento de que te acabarían por salir orejas largas y rabo. Algunos ya llevaban el Hada Azul puesta.
En un momento indeterminado de la noche, un eslavo muy alto y rubio, pelado como un recluta de las spetsnaz, las fuerzas especiales rusas, y con genio acorde, trató de pasar literalmente a través de mí: pareció sorprenderse de que yo fuera un cuerpo sólido y continuó empeñándose en avanzar. Su mente, enfrascada en vaya usted a saber qué vericuetos químicos, simplemente no procesaba que yo estuviera ahí. No parecía enfadado sino solo desconcertado. Me hubiera gustado verlo en los autos de choque. Estuvimos así un rato porque yo no podía moverme a derecha ni a izquierda, espacios ocupados por otros entes absortos. Finalmente pasó, pero quizá porque la música me había disuelto como disuelven los ultrasonidos una piedra en el riñón.
En esas, la mismísima muerte envuelta en su sudario danzaba en las pantallas de Moderat, y todos saltábamos a su ritmo. El Sónar de Noche siempre tiene algún concierto que me remueve especialmente y esta vez ha sido el de los alemanes. Más allá de la violenta caricia de su música –es raro que te ponga tan triste algo que te hace bailar como un poseso- las proyecciones son de no creérselo. Aparte de las de los ropajes de la parca, las de los eclipses y fenómenos cósmicos resultan asombrosas, pasmosas. Te parece estar viviendo en directo el Solaris de Tarkovsky o el final de Melancholia de Von Trier. Como sintetizaba una camiseta: “No past, no present, forever dark”. De repente el mundo se puso estrepitosamente rojo y una pantalla escupió el lema “Hell is above”. Y un escalofrío recorrió las pieles sudorosas.
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