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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mentarla es convocarla

El nuevo día de la marmota no está exento de peligros. Los más osados apuestan sobre sus márgenes de incertidumbre

Lluís Bassets

Eso no ha terminado. Y lo que es más inquietante para muchos, sean independentistas o no, el punto final ni siquiera se atisba en el horizonte.

El objetivo es móvil e inasible. Toda sensación de avance precede a la de un inmediato aplazamiento. La experiencia demuestra que la fijación de objetivos claros y a plazo concluye con una demostración de una evidente insuficiencia de fuerzas con la simultánea y desesperante exhibición de una inercia bastante para que el movimiento prosiga (desesperante para unos y otros: para quienes se desesperan porque no han alcanzado su objetivo y para quienes se desesperan por la amenaza de sucesivas repeticiones).

Ni siquiera es seguro que la colisión que se anuncia sea el punto final y la apertura de una nueva etapa despojada de los atributos más enojosos y fatigantes de la actual. Esto no ha sido hasta ahora una línea continua, sino llena de inflexiones e hitos, momentos cruciales presentados como decisivos, históricos incluso, aunque luego hayan quedado en nada. Es perfectamente posible que este presunto punto final no sea más que un nuevo hito y que, una vez superado, sigamos dándole vueltas a la rueda del hámster.

En cada una de estas ocasiones decisivas ha habido un margen de indeterminación sobre el que los procesistas han construido su esperanza. En las elecciones avanzadas de 2012, plebiscitarias inconfesadas, la apuesta pedía una mayoría tan amplia de CiU con Artur Mas al frente que obligara a Rajoy a sentarse a negociar. En el proceso participativo del 9N, la apuesta más alta era la remota eventualidad de una participación de tal nivel, con una cantidad de votos en favor de la independencia tan alta, que no hubiera más remedio por parte del Gobierno de Madrid que aceptar el resultado como un casi-referéndum de autodeterminación. También ha sucedido en las elecciones del 27S de 2015, planteadas abiertamente como un plebiscito sobre la independencia, que el independentismo ha perdido, aunque se niegue a reconocerlo verbalmente y a pesar de que ya lo ha hecho políticamente con el regreso a la casilla del derecho a decidir y el referéndum.

Hay todavía una cuarta ocasión, oculta en la rectificación del gobierno Puigdemont, en la que el Procés ha perdido probablemente la baza más temible para el inmovilismo constitucional. Esta consistía en convertir los 18 meses de la última hoja de ruta en un proceso constituyente abierto y participativo, que ampliara la movilización, se abriera a los Comunes, y culminara con un texto constitucional a refrendar en el hito siguiente. Se ha optado por el camino contrario: el secretismo, los despachos, los abogados en busca de triquiñuelas legales o ilegales para engañar de nuevo a Madrid, el elitismo en definitiva. A falta del proceso participativo se ha derivado hacia un proceso iliberal, fraguado en la ocultación y la sorpresa, con evidente peligro de conculcar los derechos de la oposición en el Parlament y de los ciudadanos, en particular los funcionarios, en las instituciones.

Perdidas cuatro oportunidades, la nueva convocatoria tiene toda la pinta de convertirse en otra ocasión para la exhibición a la vez de la fuerza y de los límites del movimiento, de manera que a continuación, una vez superado el último escollo de la convocatoria del referéndum de autodeterminación imposible, sucederá lo de siempre: se fijará de nuevo el objetivo —la independencia— con un nuevo plazo. La convocatoria de elecciones autonómicas puede servir, sobre todo si se quieren presentar como constituyentes y blandir el señuelo de la elaboración de una Constitución que precedería a la declaración de independencia, naturalmente unilateral, en el caso de que no haya antes una negociación con Madrid.

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Conclusión. El día de la marmota estará instalado entre nosotros mientras nadie rompa esta dinámica circular construida por Artur Mas de la que nadie de su entorno ni del independentismo ha sabido salir. Y la única forma de romperla es que aparezca de una vez por todas un proyecto alternativo capaz de interesar al menos a una parte de los votantes independentistas y por supuesto a la enorme masa de catalanes que desean un mejor autogobierno pero no quieren rupturas con la legalidad ni sueñan en la inmaculada concepción de la Cataluña independiente.

El día de la marmota no está exento de peligros. Sobre los márgenes de indeterminación apuestan los más osados. Ahora la apuesta tiene que ver con el uso de la fuerza, circunstancia imaginada como redentora para un Procés que ya ha fracasado en cuatro ocasiones. Mentarla es convocarla, cosa que nadie, de un lado y de otro, debiera hacer a estas alturas del siglo XXI y de nuestra dolorosa experiencia histórica. En la vocación de quienes piensan en ella está la destrucción de la democracia española, una triste victoria para una Cataluña que siempre ha asociado su autogobierno con la libertad y la democracia en España. De ahí que al final, sería la derrota segura de todos. Como para pensárselo dos veces.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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