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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Derecha e izquierda

La construcción de un movimiento como lugar de los buenos apunta a un “nosotros” inquietante. Y es peligroso que la voz de los “otros” sea monopolizada desde un extremo

Josep Ramoneda
 Macron, tras ser elegido presidente de Francia, en el Louvre.
Macron, tras ser elegido presidente de Francia, en el Louvre.REUTERS

Con la elección de Emmanuel Macron, vuelve a estar de moda el tópico conservador de la superación de la división derecha-izquierda. Del “ni de derechas, ni de izquierdas”, poco elegante en tanto que eslogan propio del discurso fascista, hemos pasado al “de derechas y de izquierdas” que Macron ha utilizado como bandera. Es decir, la promesa de lo mejor de cada casa, para superar por elevación la crisis del bipartidismo. Un partido-movimiento de amplio espectro, sobre los escombros de los grandes partidos, frente a dos grupos de contestación aislados, uno a cada lado de la escena, sin posibilidades de construir alianzas que les lleven al poder. Previamente ha habido un trabajo sistemático de etiquetación: antiguos, reformistas y populistas. Es decir, a los partidos tradicionales se les sustrae la identidad, difuminados bajo el manto sonrosado de esta síntesis que ya no se llama centro sino En marcha. Movimiento, como corresponde a unos tiempos acelerados en que, en palabras de Hartmut Rosa, “el espacio en que el horizonte de la experiencia y el horizonte de la expectativa coinciden” cada vez “es más corto”. Y la pregunta por el futuro parece una impertinencia.

En los años 80 del siglo pasado, François Mitterrand decía que el centro no existe, que las elecciones se ganan a la derecha o a la izquierda. Y que si haces el pleno de los tuyos, el voto de centro se da por añadidura. El 18 de abril de 2007, cuatro días antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Nicolas Sarkozy dijo en Le Figaro: “El verdadero tema de estas presidenciales son los valores”. Y añadía: “He hecho mío el análisis de Gramsci: el poder se gana por las ideas. Es la primera vez que un hombre de la derecha asume esta batalla”.

Mitterrand se jubiló en palacio. Sarkozy acabo convertido en un personaje esperpéntico. Mucho antes de que él se lo planteara el neoconservadurismo ya había ganado la batalla. Pero ambos tenían asumido que la democracia representativa se disputa en el eje derecha/izquierda. Y que el éxito político se funda en la hegemonía ideológica y cultural. Los excesos del nihilismo neoliberal han hecho que la trabajada construcción de una democracia domesticada, presidida por el miedo y asentada en la cultura de la indiferencia, se resquebrajara y recibiera algunas sacudidas amenazantes. Y se encendieron las alarmas.

De la nada, ha salido en Francia un plan B, mucho más aseado que el del precursor Berlusconi o el de Trump. Macron, al formar gobierno, ha enseñado las cartas: el eje está claramente desplazado a la derecha con los ministerios económicos en manos de personalidades significativas de Los republicanos. La tan jaleada sociedad civil tiene un papel estrictamente decorativo. Hay una razón táctica: para obtener una mayoría parlamentaria suficiente, Macron necesita atraer mucho voto de la derecha. Con el PS desmantelado, lo que pueda arrancar de la cantera socialista ya se contabilizó en la primera vuelta. La diferencia la marcarán los electores próximos a Juppé. Pero hay también una razón estratégica: Macron deja claro que su modelo económico está a la derecha, prolongando sin rubor la deriva del gobierno de Valls del que formó parte.

En su victoria y en su toma de posesión, el nuevo presidente nos regaló un ejercicio insuperable de lento caminar. No es fácil aguantar un plano de televisión de tres minutos andando parsimoniosamente por los pasadizos del Louvre o recrearse, como si de parar el tiempo se tratara. en su entrada al palacio de l’Elysée.

Sabemos que es un hombre con autocontrol, pero joven y activo, que sube los escalones de su nueva residencia de tres en tres después de despedir a Hollande. Pero su apuesta es clara: neutralizar a los viejos partidos y gobernar desde una dialéctica entre su movimiento y los extremos. Macron promete moralizar el sistema. “Vasto programa”, como dijo el General de Gaulle a un ciudadano que llevaba una pancarta en que se leía: “Â bas les cons”. Bastaría con que reformara las políticas que alimentan los éxitos de la extrema derecha. La construcción de un partido movimiento, como lugar de los buenos, cosmopolitas y modernos, apunta a un “nosotros” inquietante. Y es peligroso que la voz de los “otros” pueda ser monopolizada desde un extremo. No olvidemos la advertencia de James G Ballard: “El consumismo despierta un apetito que sólo el fascismo puede satisfacer”.

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