¿Hay alguien ahí?
Urge impulsar la práctica de una democracia radical y volver a poner la igualdad social en el centro del debate político
Aún apabullado por el nuevo derroche de transparencia y democracia de la mayoría independentista en el Parlament a cuenta de la comisión Vidal, no dejo de preguntarme si por intentar escapar de esta democracia erdoganiana (Puigdemont dixit) no acabaremos en algo que todo apunta que puede ser mucho peor. La verdad, no sé de qué me sorprendo. Algo ya olía mal en la reforma del reglamento de la cámara legislativa catalana para poder aprobar en el tiempo en que se toma uno un café, sin conocimiento previo de su contenido y con menos debate político que en un Sálvame de luxe, la ley (dicen) más importante de la historia de este país en trescientos años. También debió de haberme alertado que la revuelta de las sonrisas decidiese súbitamente cambiar de himno y sustituir la llachiana estaca por el garrotín, y no precisamente el del gran Peret.
Ni el mejor Valle Inclán hubiese imaginado una obra en la que quienes tan enfáticamente proclaman el acoso al que el Parlament —templo de la razón, la palabra y el debate libre— está siendo sometido por la terrorífica España se dediquen con una tenacidad digna de mejor empeño a destrozar la imagen de aquello que dicen defender.
A seiscientos kilómetros de aquí, no van a ser menos. Ahí tenemos al alto cargo del ministerio del Interior que, según parece, emplea su tiempo en sabotear investigaciones judiciales; o al fiscal general aplicando su mejor conocimiento a desmontar el duro trabajo de los suyos en la lucha contra la corrupción. Por no hablar del rescate de autopistas por las que no pasa nadie, la tropelía del Castor o el trapicheo de votos parlamentarios a cambio de miles de millones de euros que sumar a lo que ya de por sí es un privilegio escandaloso y que rompe el discurso de la igualdad entre los españoles que el PP enfrenta a cualquier reivindicación que implique un trato asimétrico a realidades político-territoriales que son objetivamente distintas entre sí.
Una izquierda que merezca ese nombre tiene hoy una responsabilidad histórica, que no pasa por las apelaciones emocionales al pueblo, la nostalgia de un mundo que ya no volverá ni la reclusión en identidades nacionales
Es así como el partido-macizo-de-la-raza que nos gobierna desde Madrid y el frente nacional que lo hace desde Barcelona atropellan una y otra vez la legalidad, desprecian a los ciudadanos y degradan la democracia, ayudando a crear un ambiente como el que en Europa hace que cada dos meses la extrema derecha esté a punto de darnos un sofoco.
Siempre nos quedará la izquierda dinástica, piensan algunos, aunque me temo que poco cabe esperar de los dos protagonistas del próximo duelo al sol en las primarias socialistas. A Pedro Sánchez le han hecho descubrir la izquierda y la España plurinacional a bofetadas, pero ya se verá lo que le dura. Susana Díaz, alumna aventajada, con tronío trianero, del roqueño Rodríguez Ibarra —aquella perfecta y funcional pareja de baile de Jordi Pujol durante décadas—, descubre consternada que existen fonotecas donde determinadas frases suyas son ahora una losa para su candidatura en muchos lugares de España. Empezando por Cataluña.
En lo que llevamos de primarias, si alguien ha sido capaz de encontrar una idea, merece una condecoración. Para ser justos, habría que decir que eso es lo normal en esa familia política, y así les va a sus homólogos griegos, británicos, franceses y, me temo que pronto también, alemanes. Que desde hace ya muchos años la socialdemocracia haya abrazado las políticas económicas neoliberales y no haya sido capaz de proteger a los más débiles a través de fuertes políticas redistributivas y una enérgica defensa del estado del bienestar también ayuda a entender por qué el nacionalpopulismo campa a sus anchas por la entumecida Europa.
Urge impulsar la práctica de una democracia radical y volver a poner la igualdad social en el centro del debate político. La humanidad se enfrenta a retos de una envergadura enorme: del cambio climático a la vertiginosa transformación social, económica y cultural que implicará la robótica, de las migraciones en masa al constante aumento de la pobreza y la explotación y a una devastadora degradación ecológica. Una izquierda que merezca ese nombre tiene hoy una responsabilidad histórica de primer orden, que no pasa precisamente por las apelaciones emocionales al pueblo, la nostalgia de un mundo que ya no volverá ni la reclusión en identidades nacionales supuestamente amenazadas. Eso, lo vemos a diario, siempre lo ha hecho mejor la derecha populista. En Francia, Holanda o Cataluña.
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.