Colecta para salvar el videoclub del barrio
Los clientes del establecimiento de Tirso de Molina organizan un 'crowdfunding' para salvar un negocio que acumula 20.000 títulos
En febrero, Andrés Santana tomó una de las decisiones más difíciles de su vida: cerrar su videoclub. Lo había intentado todo. Pero después de 13 años, las cuentas no salían. Así que avisó a sus dos trabajadores y empezó a vender su catálogo: Luis Buñuel y Ken Loach volaron de las estanterías como se habían ido también los buenos años. El final parecía claro. Y así se lo hizo ver Andrés a los clientes del videoclub Ficciones, en Tirso de Molina. Lo que no esperaba este catalán de 42 años es que, lejos de conformarse, se amontonaran en su local en busca de una solución. Y que en mitad del revuelo alguien pronunciara la palabra mágica: crowdfunding.
“Tenía la decisión tomada. No podía seguir metiendo más dinero de mi bolsillo en algo que sistemáticamente no funcionaba con la estructura de costes actual. Pero empezaron a decir que estarían dispuestos a aportar su dinero para que el local siguiera y me dieron la idea”, recuerda emocionado Andrés, que además de responsable de ese videoclub es profesor universitario. “Los clientes me convencieron para buscar un local más barato. Y el crowdfunding me serviría para tener la capacidad de poder moverme a otro sitio. Y saldar las deudas de los últimos meses”.
El objetivo es recaudar 13.000 euros. En el portal Go fund me se pueden hacer las donaciones. Si uno se guía por la base de datos de este videoclub, que comparte marca con su gemelo de Malasaña —el Ficciones de Malasaña no peligra—, bastaría con que la mitad de sus 37.000 socios -que tienen en total estos dos locales- pusiera un euro para salvar este negocio especializado en cine independiente. Con películas, en muchos casos, descatalogadas o muy difíciles de encontrar. “Tenemos 20.000 títulos diferentes y 200 series. Si la gente se ha movilizado es porque hay una demanda fiel para este tipo de productos”, afirma su responsable. Y Carlota Montero, vecina de 38 años y una de las asiduas, lo corrobora: “Siempre que le he pedido algo, ha acertado. Es genial”. Ese día, busca algo que le anime. “¿Quieres sonreír o reírte?”, le pregunta Andrés tras el mostrador. “Me fío de ti”. Y lo que se lleva es Pride, una comedia británica. Por 1,40 euros y que tendrá que devolver en dos semanas. “La mejor manera de ver cine es en el cine y la segunda mejor manera es en un videoclub físico porque llegas a películas que de otra forma no verías”, apostilla este admirador de Quentin Tarantino. Y no solamente eso, añade: “Nuestras películas, por ejemplo, han ido a Guinea Ecuatorial. Nos alquilaron varias para hacer un pase entre chavales que no habían visto cine nunca. Y aquí hemos ayudado a actores, guionistas o directores a preparar sus proyectos con nuestras recomendaciones”.
Aunque en este tiempo ha habido también algún que otro moroso al que todavía se le espera. “Un actor americano, cuyo nombre no recuerdo, se llevó seis cintas del videoclub de Malasaña. Y se volvió a su país. Y aquí, en Tirso, alquilaron Persona, el clásico de Bergman, y se quedaron con ella. La volvimos a comprar, la volvieron a alquilar… ¡y otra vez se la quedaron! Y ese es un clásico que se reedita muy poco”, se lamenta el dueño de este último local. Un verdadero drama si se tiene en cuenta que Ficciones es uno de los últimos fuertes que le quedan a los amantes del cine de autor después del cierre, en 2014, del videoclub Séptimo Arte Digital. Y si se amplía la mira, el panorama es aún más desolador.
El de Tirso de Molina es uno de los 15 videoclubes que resisten heroicos en la capital. En la región hay 35 y en toda España, unos 350, según datos de la distribuidora Das del Vídeo. “Para hacerse una idea del descalabro hay que pensar que Madrid llegó a concentrar el 10% de los 10.000 videoclubes que podía haber en España hace 15 años”, estima Ignacio Carbajo, portavoz de esa distribuidora.
Andrés decidió abrir Ficciones en 2004 por aquello de no tener que ir hasta Barcelona, donde nació, a ver películas de autor. No tenía ninguna experiencia previa. Pero sí mucha pasión por la cultura. Lo que no sabía es que dos años después el sector saltaría por los aires: en 2006, Blockbuster cerró sus 94 tiendas lastrado por la piratería. Su negocio, eso sí, resistió al dedicarse a otro tipo de géneros. Y la clausura, en 2012, de Megaupload incluso le benefició. Pero solo fue un espejismo. La llegada de las plataformas digitales terminó por darle la puntilla a los videoclubes. Los últimos románticos se aferran ahora a las nuevas tecnologías para salvar un local que pone título a las emociones.
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