Unos monstruos vienen a verme
Desde lo del 'Papu' del fondo del armario de cuando chico que no había revivido miedo tan atroz
“¡Teté uá, teté uá!”. No cantaba el conjuro como los niños del Pallars antes de entrar desprotegidos en los campos sembrados, pero lo murmuraba. En mi caso, antes de abrir la segunda hoja del armario. Sabía que estaba detrás del abrigo largo de mi abuela, agazapado bajo el colchón viejo; pero ¿cómo no iba a estar seguro de que era El Papu si una vez hasta vi sus ojos de brasa bajo la capucha negra? Por eso aún hoy duermo siempre del lado izquierdo: para vigilar que a medianoche no se abra la puerta del ropero.
Más que miedoso, fui (soy) crédulo. Miraba de soslayo a la castañera o al trapero del barrio para pillar su mirada torva, prueba irrefutable de su condición de mujer o de hombre del saco y, como yo a veces, según me inculcaba el matriarcado de mi casa, me portaba mal, pues ya sabía cómo acabaría aquello a la que me despistara: adentro y a convertirse en tierna grasa para maquinaria (“Malaia la cirereta, malaia el cireró. / Si hagués cregut la mare, no fóra dins el sarró”). En verano, en la casa de la Vall de Freser, cuando repicaban las tejas por la tempestad y desaparecía alguna cosa, especialmente la sal de los animalillos del establo, defendía hasta casi el llanto que el culpable era el malcarado Pardinot, enfadado desde 1714 (¡Dios, qué fecha!) porque, como genio protector de las masías, se había quedado sin trabajo tras el abandono masivo que provocó la guerra. Es lo mismo que, con los años, cuando bajé a veranear a la Ribera de l’Ebre: en las noches cerradas que oía el cloquear siniestro del pájaro negro portador de malos augurios nadie podía disuadirme de que se trataba de La Cucala, siniestra encarnación del alma en pena de los derrotados templarios del castillo de Miravet.
Un sonoro bofetón de mi madre, en plena calle, un 31 de diciembre ante mi vociferante insistencia en señalar con el dedo y querer arrastrarla corriendo tras un señor con dos protuberancias, prueba irrefutable de la existencia (mal entendida, claro), del Home dels Nassos, debió de curarme de golpe porque no recuerdo más miedos. Debió ser así porque me habían atacado (¿cómo no me di cuenta antes e inspeccioné bien mi cuarto?) los Nyítols, esos seres que conocí en Osona, que saltan como pulgas y se adhieren como chinches y que fagocitan, lenta pero inexorablemente, la memoria de uno. Así, igual que las almas han de beber del río del olvido para borrar sus recuerdos y llegar al otro lado del lago Estigia limpias de penas y sufrimientos, los miedos a partir de seres extraordinarios se esfumaron de golpe. Sólo de vez en cuando asomaron otro tipo de pesadillas, pero más pedestres. La más recurrente: la angustia, mientras estudiaba la carrera, por si encontraría trabajo. Pero, vamos, ni comparación.
La paz duró poco. A lo del futuro laboral, en triste e infinita formación de Santa Compaña, así, resumiendo los hits de los grandes pavores, le sucedió un ataque bronquial del pequeño recién nacido que nos lo llevó a la UCI, pero que durante la duermevela en el hospital transformé en una dolencia de estómago que habría que atribuir, sin dudarlo, a que había estado víctima, un domingo en el Priorat en un descuido protector mío que merecía castigo, de un escupitajo venenoso de la voraz Gusarapa, que provoca un dolor de tripas mortal; años después, la pesadilla recurrente fue si iba a acertar con el colegio de los niños. Y, ya más recientemente, esos achaques de los padres que me abocaron a pensar por vez primera en una vida sin ellos.
Debería admitir que este otro tipo de monstruos están frecuentándome ahora de manera más asidua. Me doy cuenta cada mañana, arrojado cada vez más pronto frente al espejo tras despertarme con el pijama humedecido de sudor, intentando reconocer ese rostro si cabe más macilento, ojeroso y canoso, cabellos que estoy convencido que se volvieron blancos como castigo por mirar fijamente a los ojos (de nuevo rojizos, aquí por la sal) de ese cachorro de Tritón que es el Peix Nicolau, a quien divisé divirtiéndose rompiendo amarres de barcas y desenganchando áncoras en un puerto de la Mar Fonda tarraconense…
Decía que otros engendros con sus miedos de adulto me acechan como cuando de crío y fue hace poco que en esos eternos segundos frente al espejo (o quizás porque la noche anterior hojeé El gran llibre de les criatures fantàstiques de Catalunya, editado por Comanegra, con poéticos y eruditos textos de Joan de Déu Prats e ilustraciones con el punto inquietante justo de Maria Padilla) que me di cuenta que La Pasanta, contrahecha y de manos agujereadas, debía de estar cerca. Y eso es malo: suele oler la puñetera garrotxina con facilidad pasmosa las angustias humanas y, tras colarse por cerraduras y rendijas, se arrulla sobre el pecho de sus dormidas víctimas e incuba las pesadillas.
He intentado combatir esas noches de angustia y sus consecuentes mañanas de mal de fatiga plantando una caña de pie en la cabecera de la cama y metiendo bajo la almohada todas las cruces y medallas religiosas viejas que he sido capaz de requisar en casa de los padres. Incluso he rociado puertas y ventanas con agua bendita a espaldas de todos, disimulando ante la sorpresa general por la misteriosa humedad que ha aflorado en las habitaciones. Nada: los miedos siguen ahí. No marchan. Hay dos de recurrentes: en uno se va difuminando a una velocidad de vértigo toda mi mesa de trabajo (ordenador, pilas de libros, papeles) y yo mismo, a pesar de que cada vez grito más alto el credo-conjuro: “¡Tiempo, rigor, sección y cabecera por encima de la individualidad!”). En el otro, mi hijo mayor (licenciatura, máster, posgrado, tres idiomas), lamenta tener una tríada de entretenimientos por trabajo que no le dan ni 400 euros, recriminando que el sermón de papá de todos estos años (“estudia, esfuérzate: el trabajo bien hecho acaba dando sus frutos”) no era verdad. “Esto no es una crisis, es una estafa”, me suelta. Se añade, siempre pragmático (es de Ciencias), el pequeño: “Todo eso que dices hoy ya no sirve, no se va a ningúna parte con ello”. Desde lo del Papu del fondo del armario de cuando chico que no había revivido miedo tan atroz.
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