Barcelona fue tropical en la noche de Carlos Vives
Shakira no apareció, pero el artista sacudió el Sant Jordi Club
Ya antes de que Carlos Vives cantara su tercer tema, El pollo vallenato, el público solicitó la presencia de Shakira a grito pelado. El concierto había comenzado con una toma corta de La bicicleta,pero todo el mundo esperaba que por vez primera coincidieran ambos artistas en un concierto interpretando la triunfal pieza. Sin embargo, no ocurrió. Una de esas cosas que quizás sólo podían pasar en Barcelona, ciudad de adopción de Shakira y capital de la tierra de la que partieron hacia Colombia hace más de cien años los antepasados del señor Vives, tal y como recordó.
Pero no ocurrió, para desilusión de un respetable que pese a todo vivió una noche feliz protagonizada por los ciudadanos de esa otra Barcelona, una de las muchas "barcelonas" que viven en la ciudad. Vestían los colores de la selección colombiana, enarbolaban sus banderas, se tocaban con sus sombreros tradicionales y disfrutaban una noche de miércoles, día fatal para llegar tarde a casa, pues antecede, en el mejor de los casos, a otro día en la larga lista de días trabajados.
El concierto fue, propiamente, una locura. Desde el primer instante se pudo notar, a menudo gracias a empujones involuntarios, que aquellos barceloneses, latinoamericanos todos afincados aquí, mostraban su alegría con el cuerpo, no tocándose la barbilla. Era para verse, alegría contagiosa como una feliz gripe. Pura cadencia. Los vallenatos con los que Carlos Vives inició su concierto, Pa Mayte, El pollo vallenato, su éxito Gota Fría o Fruta fresca, convirtieron la pista en un maizal azotado por el viento, mientras las caderas iban de lado a lado recordando los carros de las antiguas máquinas de escribir. Pura expansión, el cuerpo reinando desatado y nadie preocupándose por el golpeteo armónico que en otros pudiese provocar la alegría. No era falta de educación, eran otras normas. Era pura "gozadera", esa que inmortalizó Andrés Caicedo en Viva la música, novela que se hizo carne en el Sant Jordi Club, lleno.
Ante esa masa de bailarines desatados, Carlos Vives desparramó una energía casi impropia de una persona que está a punto de cumplir 56 años. Sus camisetas se empaparon como caídas a una piscina y no paró de desgañitarse y de saltar como quien no puede disimular que sigue disfrutando sobre los escenarios. Incluso se sobrepuso a un sonido fatal que aunque fue mejorando a lo largo del concierto, no estuvo a la altura de la ilusión de la asistencia, rendida sin remisión ante tal despliegue de energía. Y el pasaporte a tal fiesta fue servido por una mezcla de vallenatos, cumbias y regetones que remitían a una música popular perfectamente comprensible por cercana, por ser propia de una herencia que en parte llegó de estas tierras, donde anoche bailaban latinoamericanos que ya viven aquí. Y el lenguaje se escribió con nutrida percusión y acordeón, punta de lanza de una banda de doce músicos que articularon una noche para y por los cuerpos de más de 4.000 personas. Una Nota de amor rematada por Carlos Vives montado en bicicleta.
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