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Ojo de pez
Crónica
Texto informativo con interpretación

Comidas de descubierta

El exotismo culinario domesticado, el plato externo y extraño, la lamprea, por ejemplo

Guiso de lamprea con puerros.
Guiso de lamprea con puerros.

En las cartas de los restaurantes, y no hablemos de las de los vinos, se nos dirige por el camino de la aventura —y el riesgo— y nos muestran nombres y cosas ignotas, por ejemplo definiciones de platos. Muy a menudo aparecen piezas de carne sin tradición local con las que se busca dar cierta potencia, magia gastronómica. Los territorios imaginarios casi siempre seducen.

Es cierto que en la mesa y en los mercados lo que parece desconocido, inhabitual, lejano, ultramarino, de nombre caprichoso, halla su público, gente curiosa, amante de la novedad y ciertas excentricidades. Suelen ser personas que no temen la cata ciega, la búsqueda y el juego del estreno. Siempre hay partidarios de las novedad lejana, esa curiosa pasión frívola. Posiblemente no tienen escrúpulos.

Una de las primeras olas del temporal que nos inquieta vino con el tsunami gastronómico japonés del pescado crudo, contracultura gastronómica, las menudencias, esa paqueteria tan manoseada. La inclemencia injusta de la japonización en el apartado de las carnes ha convertido en cansada y divertida la aparición del secreto, la pluma, el lagarto, partes que tienen todos los cerdos del mundo pero que por aquí nadie subrayaba, cocinaba aparte y que se paga tan caro, sobre todo. Son sobras, buenas, carne dignificada, de la que no se usa para los jamones.

El exotismo culinario domesticado, el plato extraño, tira. Las carnes de cortes de los asadores argentinos, uruguayos y brasileños —y japoneses también— ya son habituales en las carnicerías y restaurantes. Cada vez son más —y caros— los lomos, costillas y bistec de ternera y bueyes cebados aquí de Angus Aberdeen, Kobe, Wagu, Dexter y bichos robustas y de tradición. Hay terneros rubios y blancos criados de grano, vacas menorquinas y mallorquinas, rojas, de montaña... vacas y bueyes viejos, de años, de la meseta continental. Dejan madurar el canal durante meses.

Entre el ruido de la revuelta novedosa y foránea de ruptura se puede ir en busca de comidas excepcionales, que son antiguas, territoriales, singulares, misteriosas. Ahí está el hito de la legendaria lamprea, animal del Atlántico, rémora de los tiburones, cetáceos, bacalaos y salmones, a los que chupa la sangre en vivo, engorda por cuenta ajena.

Fuera del agua de las rías donde se pesca en su migración de retorno, respira. Vista en algún mostrador con hielo de un restaurante no ayuda a los neófitos con prevenciones a romper las leyendas sobre serpientes malditas.

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La lamprea requiere un ritual en la colisión con un mito literario. Es un fósil, el animal más viejo del mundo, con 500 millones de años dicen, la edad que tendrían los dinosaurios. Los romanos ya lo adoraban y aún quedan sis trampas de piedras y canaletas que los coloniales fijaron. En pocos ríos de Galicia aparece con los fríos tras sus años oceánicos. Como los salmones y su no pariente la anguila.

Bicho antiguo, sin escamas ni espina, grueso, de basta un metro de largo, no tiene gusto a pescado conocido. Es muy bueno cocinado en su sangre —de tiburones— y en vino. En arroz, también seco y ahumado delgado y prensado y asado.

En As Neves, en O Frenazo, restaurante de culto cerca de uno de los ríos madre de Galicia, entre doce comedores sólo dos tenían constancia del bocado. El oficio iniciático es de aquellos que queda en el libro de la memoria y las descubiertas.

Alvaro Cunqueiro, mago de las palabras y las letras galaicas, que decía que la lamprea crecía con los besos de sirenas. El animal entusiasma a los adeptos y noveles, marca un recuerdo indudable. Es una bestia, rara fascinante y nada hermosa, icono inquietante, inolvidable.

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