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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El riesgo de no poder parar

Lo peligroso del momento que vive el conflicto catalán es que se generen dinámicas de acción-reacción difíciles de controlar

Milagros Pérez Oliva

Como ya era previsible, las cosas se están precipitando peligrosamente. Ahora mismo nadie es capaz de predecir qué puede ocurrir en el inmediato futuro en Cataluña. Teniendo en cuenta la aceleración e incertidumbre que caracterizan estos tiempos de crisis sistémica, puede ocurrir cualquier cosa. El Brexity el triunfo de Trump en Estados Unidos nos han mostrado cuán volátiles son las previsiones y lo rápido que cuajan situaciones imprevistas. En el conflicto catalán estamos viviendo uno de esos momentos en los que la imprudente prepotencia de unos y la osadía de otros pueden precipitarnos hacia escenarios desconocidos. Lo peligroso de la situación actual es que se generen dinámicas tan poderosas que, una vez desencadenadas, resulten difíciles de controlar. Que entremos en una espiral acción-reacción de aquellas que se sabe cómo empiezan, pero no como terminan.

Una parte determinante del problema radica en el pertinaz error de diagnóstico del PP. La teoría del soufflé ha hecho creer equivocadamente que la mejor estrategia frente al conflicto catalán es fortificarse en la muralla de la legalidad y no ceder ni un milímetro, a la espera de que, cansado e incapaz de conseguir sus objetivos, el soberanismo agote su ciclo ascendente y se desinfle. La dificultad para comprender la naturaleza profunda del conflicto le impide ver que Cataluña es ahora mismo el mayor problema político que tiene España. El pacto constitucional está siendo impugnado.

El soberanismo, por su parte, ha llegado a la conclusión de que mientras el PP esté en el poder, y puede ir para largo pues ni siquiera tiene oposición, no va a ser posible ningún diálogo. Cada vez son más los que creen que ya no hay nada que pactar con España, salvo la forma de irse. Impotente frente a la muralla, el independentismo lanza el órdago del referéndum y la desconexión unilaterales para forzar una ventana de oportunidad, consciente de que no puede mantener mucho tiempo una movilización que no obtiene resultado alguno. Prefiere el riesgo que ello comporta a languidecer en la impotencia y agotarse en escaramuzas legales en las que tiene todas las de perder.

Este órdago rompe el esquema en el que el PP se encuentra más cómodo: el de tratar de asfixiar el autogobierno mientras proclama su disposición a negociar. Ya se ha visto cuánto ha durado la “operación diálogo”. Apenas un mes. El diálogo con Puigdemont ha sido sustituido por el diálogo con Arrimadas. Y ahora, ambas partes se aprestan a retorcer y vulnerar si hace falta la legalidad, unos mediante unas leyes de transitoriedad que desbordan el marco constitucional, y otros con el uso y abuso de los aparatos del Estados y una interpretación extensiva del artículo 155 de la Constitución que incluya, si es preciso, la suspensión de la autonomía.

Lo grave de esta situación es que, conociendo el riesgo y temiendo sus consecuencias, ambas partes se vean impelidas a persistir en una dinámica de choque que tiene mucho de partida de póker. El independentismo cree que cuanto más desmesurada y coercitiva sea la reacción del PP, mayor será la resistencia de la ciudadanía, lo que le permitirá hacer nuevo acopio de fuerzas. El PP se cree obligado a blandir la espada y aunque empieza a intuir que si se le va la mano reforzará al adversario, está atrapado en su propio inmovilismo. Si el Gobierno catalán pone las urnas y el Parlamento aprueba la desconexión, no habrá marcha atrás. Los daños políticos pueden ser cuantiosos.

Hay un elemento que el PP nunca han tenido en cuenta. Para una sociedad avanzada, culta y orgullosa como la catalana, resulta muy humillante comprobar que, por multitudinarias y pacíficas que sean sus movilizaciones, se la sigue ninguneando. Como todos los conflictos en los que subyace un problema de reconocimiento, el componente emocional acaba siendo muy poderoso. Muchos catalanes se sienten heridos en su dignidad. Y más allá de la evidente distorsión del relato por una y otra parte para criminalizar al adversario, lo que queda es un problema político enquistado del que no se sabe cómo salir. Esto es lo peligroso de la situación.

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Quienes desde el PP o el PSOE consideran que lo mejor sería negociar, se encuentran con que no tienen interlocutor en Cataluña. Los inmovilistas argumentan que la máxima propuesta que pudieran hacer quedaría muy lejos de lo que los soberanistas estarían dispuestos a aceptar. Piensan que si lo que estos quieren, en realidad, es irse, solo cabe derrotarlos. Los soberanistas, por su parte, temen que si fracasan en el órdago serán derrotados con escarnio y no solo Cataluña no tendrá estructuras de Estado sino que se producirá una involución centralizadora de tal calibre que no quedará ni autogobierno.

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