El extraño caso del libro electrónico
Se abrió paso como una espléndida invención sin pensar en los riesgos que entraña
La tecnología ejerce una extrañísima fascinación sobre los consumidores. Hay motivos de sobra para creer que si un aparato deslumbrante y absolutamente inútil se pusiera a la venta como novedad (y no digamos como innovación), los clientes habituales se pondrían a la cola y se darían empujones hasta conseguirlo.
El caso más desconcertante de seducción masiva es el del libro electrónico. Desde el primer momento se abrió paso como la espléndida invención que estábamos esperando. Como si nuestra biblioteca se hubiera convertido en una insoportable carga cuyo peso no nos veíamos capaces de acarrear durante más tiempo, el libro electrónico irrumpió en nuestras vidas para acabar de una vez con los estorbos. Según los publicistas, el ingenio ha acabado con los ácaros, con los agobiantes problemas de espacio en las estanterías, con el enojoso ir y volver cargado como una mula de las librerías. Se acabó eso tan poco higiénico de mojarse el pulgar para pasar página, o lo de usar como punto de lectura un recorte de periódico. Basta ya de agitar el plumero para quitar el polvo incrustado en los lomos. Nunca más eso de prestar libros que no te devuelven. La tecnología ha sentenciado el fin del libro de papel y así concluyen los nocivos hábitos aparejados al viejo artefacto de Gutenberg.
La conversación con el librero, en la que concluye el laberíntico sendero que conduce a los libros que no buscamos, el intuitivo encuentro con la obra de un nuevo autor, el íntimo discurrir del lector que a nadie da cuentas, el libérrimo gesto del que elige sin dejar huellas de lo que hace, el ejercicio de hojear y ojear un libro para saber si nos conviene, el fulminante vistazo con que uno entiende lo que hace el editor, el perfume que destilan la cola del encuadernador, el papel y la tinta del impresor, ese mirar de reojo lo que compra una desconocida, los fetichistas que guardan los libros firmados de puño y letra por el autor, los coleccionistas que conservan las dedicatorias como el rastro de una devoción… Toda esta sensualidad desaparecerá al fin.
La teoría política que reconoce como un logro moral de la Historia la autonomía y privacidad del individuo, considera escandaloso el yugo mercantil de la tecnología. El usuario del libro electrónico no es propietario de sus libros. No podrá dejarlos en herencia. No puede prestarlos. A diferencia del lector instalado en su biblioteca de papel, el abonado al libro electrónico acepta una dependencia inconcebible: pagar una y otra vez, cuantas veces se le exija, el acceso a “su” biblioteca. Cuando la pantalla de su terminal se agote, cuando los programas sean obsoletos, cuando las aplicaciones no sean actualizadas, cuando al servidor (sic) le convenga, cuando al fabricante le urja… Y eso después de hacer cedido al propietario de la “nube” la potestad de abrir o cerrar cuando le parezca bien el acceso a ciertos ejemplares de la biblioteca.
Si ya resulta patético este paga que te paga voluntario, no te digo lo que puede llegar a ser la renuncia deliberada a la privacidad. Ser vigilado, computado, censado o rastreado por un algoritmo no es menos inofensivo que serlo por un inquisidor. Que nuestros gustos intelectuales y preferencias estéticas sean archivadas en un gigantesco almacén de identidades y vendidas al mejor postor, no es algo que uno deba tolerar alegremente. Podría ocurrir que se nos imponga. Pero que al menos sea sin nuestro consentimiento. Ni nuestro dinero.
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