Fervor divista
El Liceo disfruta con la soprano estadounidense Sondra Radvanovsky
Cuando la directora artística del Liceo, Christina Scheppelmann, sale al escenario antes de iniciarse una función, suele ser portadora de malas noticias. Y el jueves, en el último recital del año, apareció en escena para, antes de felicitar la Navidad, informar de que la soprano estadounidense Sondra Radvanovsky padecía un resfriado, pero que, aún así, iba a cantar e incluso añadir alguna sorpresa al programa. Empezó con problemas, con la dificil cavatina de Maria Stuarda, de Gaetano Donizetti, que no cantó bien, pero el público liceista, que no llenaba la sala, aplaudió con el entusiasmo que suele reservar a las grandes divas.
Su compatriota, Anthony Manoli, fue el pianista atento, musical y fiable que facilitó la tarea a la diva; y ella, encantada tras el caluroso recibimiento, anunció la primera sorpresa añadida al programa, la bellísima Sposa son disprezzata, de Bajazet, de Antonio Vivaldi; no fue una interpretación estilísticamente acertada, pero derrochó expresividad y eso siempre levanta aplausos.
Tiene Radvanovsky colores vocales suntuosos y su canto, busca la emotividad directa a través de un fraseo efusivo y un fuerte temperamento teatral, algo que no siempre casa con el género del recital, que pide otros matices más delicados; los encontró en el repertorio ruso, recreando con acierto cuatro canciones de Serguei Rachmáninov: cautivó en especial, por su virtuosa escritura pianística y ardiente lirismo, la romanza Qué lugar más hermoso, op, 21.
Sondra Radvanosky
Sondra Radvanosky, soprano. Anthony Manoli, piano. Obras de Donizetti, Vivaldi, Rachmáninov, Massenet, Bellini, Dvorák, Copland y Giordano. Gran Teatre del Liceu. Barcelona, 22 de diciembre
La voz fue cobrando vigor -los pianísimos fueron buenos, pero algo apurados a causa del resfriado - y en la pieza que cerró la primera parte del programa, Pleurez, pleurez mes yeux, de Le Cid, de Jules Massenet, mostró su temperamento más dramático, aunque, ciertamente, la ópera sin orquesta pierde mucha fuerza.
Tres canciones de Vincenzo Bellini, muy bien cantadas, abrieron una segunda parte más bien corta: destacó La ricordanza, cuya música reutilizó el compositor en I Puritani. A Radvanovsky le encanta Bellini - su Norma en el Liceo en 2015 fue sensacional- y recrea su melodismo con elegancia. Alternó nuevamente ópera y canción, con una versión de la conocida Canción de la luna, de Rusalka, de Antonin Dvorák, algo sobrecargada en lo sentimental; y estuvo impecable en tres de las idiomáticas Old American Songs, de Aaron Copland, de una frescura lírica siempre ligada al folklore.
Como diva conocedora de los gustos del público de un teatro de ópera, sacó gran partido a la famosa La mamma morta, de Andrea Chenier, de Umberto Giordano, y, ante el entusiasmo general, regaló cuatro propinas: las más conocidas arias de Adriana Lecouvreur, de Francesco Cilea, y Tosca, de Giacomo Puccini, el tema principal de My Fair Lady, de Frederik Loewe, y una encantadora canción de Walter Jurmann, Bajo las luces del hogar, que hizo popular Deanna Durbin. Cantó resfriada, sí, pero lo hizo como una diva hasta el final, y acabó con el público rendido a sus pies.
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