Convergència, evaporada
La sustitución de nacionalismo por secesionismo rompió el cemento que cohesionaba la gran variedad ideológica de CiU
No sabemos aún cuál será el futuro exacto, la capacidad de influencia y la viabilidad de la recuperación del nacionalismo catalán (antes moderado) bajo la barroca denominación de Partit Demócrata Europeu Català (PDECat). Lo que sí sabemos es que su creación ha ido asociada al paralelo proceso de estallido de la antigua Convergència i Unió (CiU), primero. Y de la consecutiva evaporación de Convergència (CDC).
Un estallido notable pues la formción bifronte desempeñó durante décadas el decisivo rol de pal de paller o partido hegemónico de Cataluña. Y muy relevante en el conjunto de España: por su carácter de kingmaker o decisivo aliado parlamentario bisagra, su compromiso con la gobernabilidad y su habilidad parlamentaria ha sido coautor de más leyes españolas que el PSOE o el PP por separado. Ha sido el tercer partido español.
El surgimiento del PDECat ha conllevado una cura de adelgazamiento, vía drástica reducción de sus componentes ideológicos. Era un catch-all party, un partido abrázalo-todo, merced al sincretismo de una propuesta poliédrica (Els catalans i el poder, EL PAIS-Aguilar, 1994).
Todos los componentes de esa oferta han acabado en el derribo interno, o extramuros. El democristiano (Unió), al promover el dueto Artur Mas-Francesc Homs su disidencia interna, conseguir su ruptura e incentivar su alejamiento: pero Unió aún existe, aunque endeudada y en sordina, mientras sus dinamiteros, Joan Rigol o Núria Gispert, han desaparecido del mapa.
El componente liberal ha recalado en Lliures, nuevo movimiento encabezado con un discurso eficaz para cierta clase media urbana por Antoni Fernández-Teixidó y algunos jóvenes leones convergentes. Otros están archivados, como Germà Gordó —al que Mas prohibió presentarse a dirigir el nuevo partido—; o Lluís Prenafeta, que bracea en aguas judiciales; o el heredero de la saga Floïd, David Madí, el gran conspirador desde su sorprendente butaca en Endesa.
El versátil pragmatismo reformista heredero de Miquel Roca, a horcajadas entre lo liberal y lo socialdemócrata, inicia un desmontaje radical de la deriva secesionista iniciada por Mas. El cáustico libro de Josep López de Lerma (Cuando pintábamos algo en Madrid, ED-Libros, 2016) refleja su indignación.
El núcleo nacionalista sin más se jubiló o apartó, tras el desastre moral y la vergüenza pública en que se autoengulló el fundador, Jordi Pujol. Y los franquistas o catalanistas (según convenga), tipo Josep Gomis, yacen en el mausoleo del olvido.
De modo que el nacionalismo-antes-moderado, ha desembocado en la anorexia doctrinal, a duras penas sanable mediante nuevas operaciones tacticistas del estilo Casa gran del catalanisme financiadas más o menos directamente por los recursos del caso Palau. ¿Dónde radica la causa de este desalentador resultado? A salvo de mejor hipótesis, en una triple quiebra.
Primera, la del liderazgo. El mesianismo flexible del fundador desapareció con él. Su sustituto, Mas, dio lo que dio de sí: el partido en los huesos.
Segunda quiebra, la del poder del Poder. Los exconvergentes ya no monopolizan el Poder catalán (y dilapidaron su Poder español). Como máximo, lo comparten con Esquerra y la CUP, desde la debilidad. El Poder es útil fragua de unidad y capacidad atractiva para quien lo ostenta. Pero es indispensable para una formación carente de unívoco anclaje europeo (ni liberal, ni democristiano, ni socialdemócrata o conservador, aunque una pizca de cada) y por tanto, vulnerable a cualquier crisis.
Y tercera quiebra, la de la argamasa ideológica. Gastado el nacionalismo fundacional por el uso, menguó el cemento de un magma ideológico tan polivalente. Su reeemplazo por el independentismo —como receta radical pretendidamente adecuada a la desesperación de un segmento de las clases medidas afines— ha sido letal al mundo CiU: donde antes había un elemento cohesionador, opera ahora un factor disolvente.
Al cabo, de todo lo construido y derribado en cuatro décadas, sólo le quedan dos activos envidiables: un president empático y valorado, Carles Puigdemont —su elección ha sido el único gran acierto de Mas— y una valiosa red de alcaldes y concejales experimentados. Pero el primero no quiere eternizarse, y la segunda surfea en la orfandad. ¿Constituyen elementos suficientes para la reconstrucción?
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