Hilari Raguer, pólvora entre el incienso
El historiador recibe la medalla de Oro de la Universidad de Barcelona B con un divertido y comprometido agradecimiento
Cuando le detienen en 1951 por la huelga de tranvías, la Policía está convencida de haber pillado a un hombre clave del boicot, a un peligroso subversivo, redactor de una inflamada octavilla. Como estaba haciendo la mili, su caso pasó a jurisdicción militar; entre un contacto familiar y la impresión a las autoridades castrenses de que ese joven, enjuto y modesto, parecía una buena persona, la cosa acabó menos mal de lo que se temía: siete meses preso en el castillo de Montjuïc por ser oficial de milicias. “Yo creo que los militares se equivocaron y que la Policía tenía razón al verle peligroso”, dijo ayer el catedrático Joan Villarroya en la glosa que le dedicó antes de que el historiador Hilari Raguer recibiera la medalla de oro de la Universidad de Barcelona.
Que hay más pólvora que incienso en la trayectoria vital e intelectual de este monje de Montserrat al que Paul Preston tiene por referente pero que no posee título oficial de historiador queda claro tras, amén de, efectivamente, ver sus ojitos parapetados entre unas gafas y una nariz ligeramente aguileña, repasar su bibliografía. Son más de una veintena de títulos y decenas más de textos en obras colectivas cuyas tesis pasan, entre otras, por: a) la Iglesia debería pedir perdón por su papel en la Guerra Civil; b) los religiosos caídos no pueden ser calificados de mártires; c) la guerra de Franco nunca se planteó inicialmente como Cruzada; d) el obispo Irurita no fue asesinado en Barcelona por los rojos; e) la República intentó al final restablecer el culto; f) muchos republicanos catalanes ayudaron a los católicos ante los excesos de los anticlericales en los primeros meses de la guerra… La cruz y la espada y, sobre todo, La pólvora y el incienso son libros suyos que reflejan un acercamiento ético y moral, una honestidad, unos conocimientos y una objetividad que le reconocen, mantiene Villarroya, hasta quienes no son del tácito club de fans que tiene Raguer.
El biógrafo de los inicios de Unió Democrática de Catalunya, del líder democristiano Manuel Carrasco i Formiguera (“quizá un poco hagiográfica, pero la primera vez que los historiadores veíamos el sumario de un consejo de guerra franquista”, recordó el glosador) o del general Batet (“descubrió que, cuando era coronel, hizo un informe sobre la campaña del Ejército en África en los años 20 y que ahí había puesto a caldo a un tal Francisco Franco”), encajó cabizbajo la medalla que le colgó el rector Dídac Ramírez, como un niño tímido o pillado en falta. Tuvo que retenerle levemente por el brazo para que no se sentara de inmediato y pudiera así, de pie, recibir el sentido aplauso de las más de 150 personas que llenaban el Aula Magna, auditorio selecto acorde a la pompa y al homenajeado: el exrector Josep Maria Bricall, el expresidente del Parlament, el democristiano Joan Rigol, impulsor junto al también presente Antoni Castellà de Demòcrates de Catalunya, herederos de la histórica Unió Democràtica…
“¿No tienen suficiente con haber fusilado a mi marido que torturan a mi hijo?” fue a quejarse la “menuda y valiente” viuda de Carrasco i Formiguera al rector, recuerda el historiador
Raguer encajó casi inmóvil el aluvión de cariño, pero a la que se sentó y cogió sus seis folios de agradecimiento, dio de nuevo muestras de ser un polvorilla: discurso riguroso en el dato pero con anécdotas tan cómicas como lacerantes. Parecía un inocente mirar por el retrovisor su paso por la UB, edificio que estrenó el verano de 1945 para la prueba escrita del examen de Estado; en octubre entraba para hacer Derecho… Era cuando las aulas se abrían pocos minutos antes de empezar las clases por unos bedeles que también interrumpían las clases para recordarle al señor catedrático la hora de concluir. El jefe de los auxiliares era el padre de la futura soprano Victoria de los Ángeles, “tan bajo que le llamábamos El Rompetechos”.
Uno de esos profesores era Josep Maria Pi y Sunyer, que aprobaba a todo el mundo “a pesar de las órdenes de la junta de la facultad para que se suspendiera más porque había demasiados abogados en Barcelona”. Tras el “Ya les suspenderá la vida” con el que se defendía, había un secreto: Pi i Sunyer estaba en la comitiva municipal que abrió la puertas del Ayuntamiento tras los Fets d’Octubre de 1934 a un pelotón del Ejército. El sargento, que llevaba una granada en la mano, al ver a Pi i Sunyer le dijo: “A usted le conozco. Me examinó de Derecho Administrativo”. Y Pi i Sunyer, según Raguer, con un hilito de voz, le preguntó: “¿Y qué le di?” “Notable”. Desde entonces, confesaba Pi i Sunyer, “cuando encuentro a un alumno que no sabe nada y estoy tentando de suspenderle, me acuerdo del sargento de la bomba y le apruebo”.
Así iba desgranando recuerdos, ante la hilaridad académica de unos asistentes donde había el subprior Recasens y el padre Solano como representación de la Abadía de Montserrat, en la que ingresó en 1954 Raguer (y de la que se distanció temporalmente en 2001 durante unos años). Afloraban en los recuerdos profesores que suspendían a alumnos que se presentaban con corbata, pero con una moderna americana sin solapas (“si usted viene así, a mí me tocaría venir en pijama”, le soltó a uno el catedrático de Derecho Procesal Miguel Fenech); o el del profesor de Economía Política Lluc Beltran, que finalmente le aprobó la única asignatura que arrastraba para acabar la carrera un tal Adolfo Marsillach tras la promesa de éste de que no ejercería nunca de abogado porque lo quería era dedicarse al teatro.
A pesar de mis 88 años, aun espero ver una Universidad de Barcelona alma mater de la república catalana independiente
Podía haber sido Raguer ayudante de ese profesor Beltran, “pero acabé decidiéndome por ser ayudante de La Moreneta”, bromeó quien sólo sacaba matrículas de honor en Religión y que tenía en la facultad como alma gemela a Josep Farré Moran, al que un día vio que portaba las flechas de Falange en la solapa, “pero le dije: ‘Qué le vamos a hacer, ya somos amigos’. Farré, que acabaría en la administración franquista en Madrid, intentó que Raguer pasara como informante de Falange cuando fue detenido con el manifiesto de 1951, pero no podía prosperar porque la nota era de su puño y letra.
Era cuando no había lavabos para miccionar en el Seminario (“debían creerse de verdad que éramos ángeles y no teníamos necesidades”), pero sí en la universidad, donde alguien había pintado un quizá inoportuno “José Antonio, presente”. Porque eran tiempos, siguió tragicómico Raguer, “de una universidad politizada, sí, pero por la policía y los paramilitares del sindicato oficial de estudiantes del SEU”, con su jefe Pablo Porta dirigiendo las torturas, a las que fue sometido injustificadamente un hijo de Carrasco i Formiguera: “¿No tienen suficiente con haber fusilado a mi marido que torturan a mi hijo?” fue a quejarse la “menuda y valiente” viuda al rector, recuerda el monje historiador.
Dejó al final de mirar Raguer por el retrovisor y quiso encararlo al futuro: “No promete demasiado recorrido, pero a pesar de mis 88 años, aun espero ver, como propugnaba en esa octavilla clandestina de 1951, una Universidad de Barcelona alma mater de la república catalana independiente”, acabó. Pólvora entre incienso.
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