La lente de aumento
En absoluto el Alzamiento tuvo como objetivo la sumisión de una Cataluña díscola sino la sumisión de cualquier disidencia con respecto a una idea del mundo premoderna
Ni el más voluntarioso historiador escapa a la pluralidad de sus dependencias. Es un mito, además de una aberración, la pretensión de hacer historia neutral u objetiva o independiente. Lo que no es un mito es la honradez del historiador consciente de sus dependencias, de su emplazamiento social, de sus motivaciones morales y sus convicciones porque es la única vía para tascar el freno y fiscalizar su propio punto de vista, la propensión de parcialidad que conlleva. No existe otra herramienta historiográfica contra la banalidad idealista de una historia sin condiciones. Como el sesgo es inevitable, sólo la conciencia hiperactiva del propio sesgo ayuda a mitigar su reduccionismo o al menos a impedir que se desboque.
A Joan B. Culla se le desbocó el sesgo nacionalista hace años para emplazarlo demasiadas veces en una perspectiva fundamentalmente sensible al desvalimiento de la nación sometida por antonomasia, y hermanada en sus padecimientos con el pueblo escogido. Su mirada de historiador lleva una lente de aumento para todo aquello relacionado con Cataluña y sus desgraciados avatares. Y estos días ha tenido que volver a salir esforzadamente al rescate de Cataluña en discusión con Francisco Morente —los dos son historiadores en la Autónoma—, y ha vuelto a practicar ese paternalismo paciente de quien enseña a los demás a saber querer a su tierra y sus gentes.
Pero no tiene razón, aunque su lente de aumento sobre Cataluña le haga creer sin duda y con dolor que la guerra la armaron unos militares sublevados “contra la especificidad catalana”. Es una parte de la verdad, sin duda, que argumenta bien en su artículo, pero es una parte muy pobre de la verdad, excepto que el fin primordial de este historiador sea evaluar lo que le pasa a Cataluña. La lente de aumento es una herramienta indispensable del historiador pero cuando excluye cualquier otro punto de vista se convierte en deformación sectaria y falseadora. En los rebrincos de la batalla política es natural esa deriva porque es parte de la vida política, y Culla la practica con denuedo y brillantez; entre historiadores, no hay la menor necesidad de incurrir en esa degradada historiografía para prosélitos.
En absoluto el Alzamiento tuvo como objetivo la sumisión de una Cataluña díscola sino la sumisión de cualquier disidencia con respecto a una idea del mundo premoderna y, a la vez, aliada con los modernos fascismos —excrecencias puras de la modernidad—, dominada por mitos interesados, obsesiones metafísicas y amenazas políticas de clase perfectamente descriptibles. El enemigo de la sublevación fue Juan Ramón Jiménez, y fue Luis Cernuda, y fue el ateísmo, y fue Carles Riba, sí. Su objetivo fue detener la modernización española, incluida la catalana, en todos los órdenes de la vida. Y el éxito de Franco fue arrollador porque durante una posguerra obscenamente revanchista logró en apariencia el objetivo de hacer descarrilar a españoles y catalanes, por la fuerza de las armas y del poder del dinero, español y catalán, de las rutas históricas de la modernidad liberal y de la democracia representativa, reconquistada fuera de aquí desde 1945. Pero su éxito no radica en haber sometido a Cataluña sino en haber sometido la tradición del pensamiento ilustrado, la confianza en la discrepancia y la discusión, la tolerancia a la pluralidad de modos de existir. Lo que abolió Franco no fue prioritariamente los desmanes de la loca de la casa (Cataluña) sino todo desmán de los mandamientos de la Iglesia más reaccionaria de la comarca, toda disidencia sobre una idea aberrante de nación y sociedad, catalana o española.
Si Culla abandona por un momento la lente de aumento, descubrirá que junto a la represión obstinada y criminal de la lengua catalana y las nuevas instituciones conquistadas en el medio siglo anterior a la guerra, los sublevados se sublevan contra el conjunto de libertades y derechos que un proceso global de civilización había sembrado en España desde finales del siglo XIX. Y entre esos derechos y conquistas está la restitución de la lengua catalana, las instituciones, la prensa y las peñas que quiera, pero también los derechos de las mujeres, la libertad de opinión y prensa, la educación como prioridad de un Estado, la reducción de las diferencias de clase y económicas, y el resto de valores modernizadores frenéticamente abolidos por el franquismo antes y después de la victoria en 1939, en Cataluña y fuera de Cataluña, con catalanes tan enquistadamente franquistas como obstinadamente antifranquistas lo fueron otros. La propensión a magnificar el drama particular desplazando el resto de dramas a un lugar secundario o auxiliar es la consecuencia inevitable de vivir la historiografía como un apostolado nacionalista y fingir no saberlo o llevar practicándolo desde hace tantos años que se ha olvidado ya de la mano que mece la cuna.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.
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